Ahora se comprende por qué lloró Cristina Kirchner el día que José López apareció con sus bolsos en las puertas de un convento. Nada tuvo que ver su conmoción, como alguna vez dijo, con la frustración de sus jóvenes seguidores.
Aquella filmación era irrefutable, peor que la confesión de un arrepentido. Era ineludible, hasta para el más distraído de los fiscales. Y era determinante: se había roto un eslabón clave en una cadena de operaciones ilegales.
Desde entonces, el relato de Cristina sobre la corrupción de su gobierno pasó a la defensiva. Dejó de ser la narrativa épica de la redistribución progresista para transformarse en la defensa de su inocencia presunta, por ineptitud o ignorancia, ante el desfalco de funcionarios propios que robaron a gran escala.
Pero el alegato del fiscal Diego Luciani escaló sobre esa trinchera defensiva. Demostró, más allá del eslabón López, la existencia de esa cadena circular que empezaba en la familia Kirchner, pasaba por el Estado y terminaba en Lázaro Báez. Una cadena organizada, para nada fortuita. Una asociación para delinquir. Desde el gobierno, usando el gobierno.
Luciani expuso tantas pruebas y documentos que Cristina Kirchner perdió la batalla de la opinión pública. Ni sus seguidores creen en su inocencia. La justifican por sus objetivos.
Ella es consciente de esa fragilidad política que la enfrenta con la ciudadanía, víctima verdadera de los actos de corrupción.
Destemplada y nerviosa, intentó un alegato extrajudicial para remontar esa cuesta de desprestigio. Sólo convenció a los suyos de su desesperación.
La clave de esa encerrona debe buscarse en el diseño judicial que imaginó la señora Kirchner tras su regreso al poder. Con el triunfo en la mano, desaprovechó la oportunidad de una defensa técnica en diciembre de 2019. Acababa de operar con su ingenio político el milagro del retorno. Desde ese pedestal insultó a los jueces, declinó responder preguntas, y dio por resuelto el juicio con la sentencia electoral todavía fresca.
Fue cuando dijo que la historia ya la había absuelto. Como estrategia jurídica, era una jugada altamente riesgosa. Daba por sentado que el tribunal de la legitimidad política jamás retrocedería. Equivalía a presuponer la gestión exitosa de la crisis económica que venía en franca aceleración.
Eso explica por qué aparece ahora atribulada, agitando el fantasma de una proscripción inexistente.
Pasaron cosas, podría decir el presidente que la sucedió. La principal: el fracaso autoadmitido del gobierno actual. Eso dió vuelta la mayoría en el tribunal de los votos.
Se esfumó la absolución. Y ahora es tarde para la defensa técnica.
El doble colapso, de la gestión de gobierno y de la estrategia judicial que eligió Cristina, explica gran parte del escenario actual.
La vicepresidenta está intentando un nuevo experimento para fugar hacia adelante.
Esa alquimia se podría sintetizar de esta manera: encolumnar a todo el oficialismo en su defensa personal equivale a alinearlo frente a un enemigo imaginario, responsable del fracaso del gobierno que integra.
Dicho a la inversa: como la proyección política de la gestión parece irrecuperable, y en el mejor de los casos puede ser transicional hacia un nuevo mandato, la defensa movilizada de Cristina contra la Justicia es el único prospecto electoral posible que ella le propone al oficialismo.
Esa propuesta es todavía más riesgosa que aquella de diciembre de 2019.
La crisis económica y social sigue acelerándose.
La vicepresidenta se aventura en el empeño de una gigantesca operación simbólica: que los reclamos sociales por la pobreza en aumento y la puja distributiva que deriva de la combinación de inflación más ajuste se canalicen en una movilización constante en favor de su impunidad personal.
Que la demanda insatisfecha en la base social contra el gobierno de Cristina sea simultáneamente un 17 de octubre en cuotas en favor de la absolución de Cristina. Es una metáfora sin dudas ambiciosa.
En sus primeros pasos consiguió involucrar al peronismo territorial, que sólo se apura pagar algún tributo simbólico mientras acelera el desdoblamiento electoral.
Hasta el troskismo quedó confundido deliberando a la sombra fantasmal de Cipriano Reyes.
Pero esa alquimia tiene un obstáculo tan claro como enorme: Cristina no está, ni estará, proscripta. No está detenida en la isla Martín García, sino libre y manejando el Gobierno.
Para evidenciar esa obviedad, el presidente Alberto Fernández salió a alinearse en el nuevo experimento. Con una inhabilidad proverbial, que a la vice le debe haber recordado aquella madrugada mística de José López.
Fernández quiso defender a Cristina. Le salieron dos cosas: una amenaza de tono mafioso contra Luciani y una evocación cínica de la muerte de Alberto Nisman (sin dudas, el peor momento que pueda recordar Cristina sobre sus dos gobiernos. Y sobre el pasado de Alberto Fernández). Con esa amenaza torpe el Presidente unificó a la oposición para un pedido de juicio político.
Algo que sólo prosperaría si en su pesadilla épica la vice decide poner sus votos en el Congreso para defenestrarlo.
El otro gran obstáculo de la nueva pirueta que intenta el kirchnerismo es el aval silente de la señora Kirchner al ajuste que intenta aplicar Sergio Massa.
Cristina necesita que ejecute el ajuste para que el gobierno finalice su mandato y necesita impugnar el ajuste como la causa estructural y originaria por la cual los poderes fácticos la persiguen.
Cristina se dice perseguida porque se opone al ajuste que Cristina le encargó a Massa.