El Banco Central de la República Argentina releva todos los meses las expectativas económicas del mercado mediante una encuesta a consultoras, centros de investigación internacionales y entidades financieras. Al terminar agosto respondieron 38 participantes y la conclusión fue que al final de este año la inflación se acercará al 100 por ciento. Un billete de mil pesos, en manos de cualquiera, se habrá devaluado en esa proporción.
En números finos, ese relevamiento proyecta para 2022 un aumento generalizado de los precios entre el 95 y el 99,4 por ciento y dejaría un alto arrastre inercial para 2023. En esos valores se cifra la gestión del ministro Sergio Massa y el futuro político del Gobierno nacional.
Massa asumió en el medio de una extensa corrida cambiaria. Con el dólar a 238 pesos se fue Martín Guzmán y trepó hasta el umbral de los 300 pesos durante el interregno de Silvina Batakis. Con el Banco Central casi sin reservas, sin crédito externo relevante, y el endeudamiento en pesos al límite, Massa priorizó coagular la corrida. Renovó otra vez la deuda interna (con un costo financiero tan elevado que ya equivale a otro préstamo como el que tomó el país con el FMI durante la gestión Macri) y se trazó un camino para sincerar aquella depreciación del peso que impuso el mercado con una devaluación del dólar oficial. Eligió una estrategia de desdoblamiento al infinito del tipo de cambio. A la soja le ofreció un dólar de 200, oferta limitada. Consiguió una liquidación de exportaciones y al mismo tiempo un reclamo de todos los otros sectores a los que les mezquinó la devaluación. Dólar malbec, dólar limón, dólar trigo, dólar maíz.
Así como al renovar la deuda en pesos el ministro dejó admitida en la tasa una expectativa de devaluación futura; al retocar parcialmente el dólar de exportación y mantener pisado el dólar de importación dejó como certeza que ese bache se cubrirá con emisión monetaria.
En otras palabras: Massa sólo está coagulando la corrida. Todavía no comenzó la pelea con la inflación.
Todo indica que el desdoblamiento elegido es como un jardín de senderos que se bifurcan. Pero tiene un límite: el momento en que por sumatoria, todo converge en una devaluación general. Muchos creen que a ese momento del “fabregazo” pospuesto, Massa lo prepara -en honor a sus creadores- como regalo de enero.
Incluso si se cumple ese pronóstico, tampoco entonces habrá comenzado el control de la inflación. Una devaluación sin ajuste fiscal (el de las tarifas fue menor y más bien fuera de temporada) es sólo la inauguración de un nuevo escalón para los precios. Massa es consciente de que en ese intento se juega su existencia política. No aspira a una estabilización a cero de la inflación, sino a una reducción de la aceleración mensual. Que si cae de 7 puntos a 3 ya podría ser vendida como mercancía electoral.
Un pleno del Frente de Todos rezó ayer en Luján. Las oraciones en voz alta fueron por Cristina Kirchner. Las plegarias en silencio, por el éxito del experimento Massa. Que el elenco gobernante esté compungido por ambas cosas no carece de lógica. En la raíz del descreimiento generalizado que sorprende al oficialismo, tras el atentado contra su principal dirigente, está el efecto deletéreo que provoca en la confianza social una crisis económica cada vez más profunda.
El kirchnerismo parece estar atravesando una tribulación inesperada: el atentado contra la vicepresidenta fue tan real como repudiable. Pero después de tantas mentiras nadie, salvo los propios, parece tener reservas de voluntad para creerle al oficialismo ni siquiera lo innegable.
Para colmo de males, esa desconfianza tan raigal es continuamente alimentada por la sobreactuación del oficialismo. La agresión contra Cristina fue protagonizada por un personaje con ideación mística y tendencia a la megalomanía, según informó la psiquiatría oficial. Su círculo íntimo no parece ajeno a esos delirios y extravagancias. De todos modos, su desquicio llegó sin obstáculos al límite de un hecho brutal. Pero el gobierno sostiene que todo funcionó correctamente para cuidar a la vice.
“Fallar, no falló nada”, concluyó el ministro de Seguridad de la Nación, Aníbal Fernández. Que no se sorprenda entonces la Casa Rosada con el negacionismo en espejo que le está devolviendo el cada vez más acentuado desinterés popular.
En el espacio opositor, luego del desconcierto inicial por el ataque a la vicepresidenta, la rápida percepción de esa desconfianza social generalizada le dio oxigeno para recomponerse y actuar de manera más amalgamada frente a la primera ofensiva oficialista. El intento de desempate hegemónico por coacción que lanzó el kirchnerismo desde del discurso en cadena de Alberto Fernández, su remache en caliente para aprovechar la conmoción producida por el ataque contra Cristina, fue rápidamente bloqueado en el Congreso.
El bloque opositor contó con la colaboración inestimable del jefe de los senadores nacionales que eligió la vice tras el triunfo del año 2019, ante la desconfianza que le generaba entonces el cordobés Carlos Caserio. José Mayans, un comisario inverosímil, lanzó al viento una extorsión: sólo si se voltean los juicios en curso contra Cristina, habrá paz social en el país.
Todo lo que venía diciendo la azorada intelectualidad orgánica sobre los discursos del odio durmió con la cachiporra de ese apremio ilegal.