Que no haya sido un Papa popular no significa que haya sido intrascendente. Su timidez y su incapacidad de conectar con las masas, además de su falta de liderazgo y de voluntad de poder, no le impidieron dejar una marca en la historia de la iglesia.
Kissinger explicó que “la inteligencia no sirve para ser jefe de Estado” porque “lo que cuenta es el valor, la astucia y la fuerza”.
Un Papa es un jefe de Estado y, como tal, a Benedicto XVI no le sirvió su inteligencia. Tampoco tuvo astucia ni fuerza. Pero tuvo valor para tomar decisiones que sacudieron la iglesia y exhibieron el mal incubado en su estructura, además de los pliegues oscuros de la curia romana.
La explicación que dio sobre la pedofilia estuvo viciada por su conservadurismo respecto a la jerarquía, dogmas y doctrinas de la iglesia.
Culpó de ese mal, que es estructural y existe desde hace siglos, al “demonio” que eligió para defender la “convicción dogmática”: el “relativismo moral” de este tiempo.
Pero descorrió velos que encubrían esta depravación criminal y, combatiendo la pederastia clerical, enfrentó a pervertidos poderosos como Marcial Maciel, fundador de la congregación Legionarios de Cristo y del movimiento Regnum Christi, que tuvo gran influencia en el pontificado de Juan Pablo II.
En la historia de Joseph Aloisius Ratzinger hay tres etapas.
En la primera está el joven teólogo cuyos enfoques novedosos deslumbraban en los claustros universitarios de Bonn, Münster y Ratisbona. Ese joven admiraba la “nueva teología” del célebre catedrático de Innsbruck, Karl Rahner.
En la segunda etapa está el duro guardián del dogma que encarnó cuando Karol Wojtila lo nombro prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (ex Santo Oficio); etapa a la que llega aferrado a la tradición patrística y distanciado del escolasticismo y de las huellas de Heidegger, Hegel y Kant que percibía en Rahner.
Finalmente, está Benedicto XVI, quien a pesar de su timidez, su dificultad para liderar y su desgano gubernamental, libró épicas batallas contra los poderes más densos de la curia romana y provocó un cataclismo con su renuncia.
También abrió una puerta a ritos tridentinos desterrados por la reforma litúrgica de 1970, en un intento de acercarse a los “lefrebristas”. Pero esa seña tradicionalista no es el rasgo principal de su papado.
En la antesala del sumo pontífice, está la segunda etapa del trayecto teológico y pastoral de Ratzinger, donde su vigoroso intelecto se opacó en la defensa del dogma eclesiástico.
Aunque en su juventud priorizaba la búsqueda de la “verdad” y propiciaba el debate teológico, incluso sobre el mensaje evangélico, para el rígido titular del santo oficio, fuera de la certeza dogmática, todo era “relativismo moral”.
En cambio el joven teólogo no se cerraba al debate, sino que lo promovía. Por eso, abrevando en vertientes conservadoras respecto al dogma y la liturgia, fue uno de los asesores del Concilio Vaticano II, destacándose junto a intelectuales vanguardistas de la iglesia como el jesuita Henri de Lubac, el dominico Yves Congar y Michael Schmaus, el severo profesor que había reprobado su primera tesis.
A esa altura, lo que había escrito Ratzinger se acercaba en densidad y profundidad a los siete volúmenes de “Teología Dogmática”, la gran obra de Schmaus.
Por su personalidad retraída y su edad, muchos cardenales lo eligieron como Papa de transición, que no cambiaría en la estructura eclesial lo que no había modificado Wojtila.
A Ratzinger, que no era un sacerdote de altares y parroquias sino de bibliotecas y universidades, lo que le sobraba en vigor intelectual le faltaba en carisma y voluntad de poder. Pero igual que Juan XXIII, a quien también habían elegido como Papa de transición y generó un concilio inmensamente renovador, Benedicto XVI terminó sorprendiendo con decisiones sísmicas.
Además de exponer la gangrena de la pederastia, puso la lupa sobre las finanzas del Vaticano.
Los llamados “VatiLeaks” y la traición de su “mayordomo”, Paolo Gabriele, fueron lapidarios mensajes con que sectores corruptos de la curia romana intentaron que se limitara a presidir los ritos, sin pretensión de gobernar.
La traición de Gabriele expuso su intemperie institucional. Y en ese estado inerme, decidió arrojar sobre los poderes oscuros lo único que tenía para arrojarles: su renuncia.
Se situó así entre las excepciones a la regla de morir sobre el trono de Pedro. Allí está Gregorio XII, quien dimitió en el siglo XV, con el papado dividido entre Roma y Aviñón. También Celestino V, el Papa que renunció en el siglo XIII por una razón que tiene similitudes con la que llevó a Ratzinger a renunciar: no quería ni estaba preparado para gobernar, pero tampoco permitiría que otros, movidos por codicias y corrupciones, gobernaran la iglesia desde atrás del trono que ocupaba.
* El autor es politólogo y periodista.