Al considerar que las únicas movilizaciones populares dignas de estudio son aquellas promovidas desde la sociedad o el Estado con una agenda que se autoproclame progresista y transformadora, la sociología dominante se ha quedado sin clave de interpretación para algunas de las más relevantes expresiones callejeras desde la restauración democrática. No las entiende, apenas las descalifica.
La frondosa intelectualidad del nacional-populismo aún no puede explicar fenómenos de expresión popular como las movilizaciones del campo en 2008; las que impidieron la intentona de reforma constitucional del cristinismo en 2012; o el banderazo reciente que obligó a revisar la aceleración expropiatoria contra la cerealera Vicentin.
Son como el eslabón perdido. Toda manifestación callejera en favor de una democracia liberal -o peor aún, de un capitalismo popular- todavía complica a los cerebros oficialistas. Como los decimales indómitos a las docentes de Paka Paka.
La reacción infantil de la vicepresidenta Cristina Fernández “desenchufando la compu” para que la oposición no discuta en el Senado el caso Vicentin es más que un indicador del fracaso de las deliberaciones virtuales del Congreso (las “sesiones garbarinas”, como describió con sutileza el periodista Ignacio Zuleta a esa impostación tan distante de un parlamento como una vidriera de electrodomésticos).
El banderazo en la calle y el apagón en el palacio obligan a revisar si el país no está repitiendo aquel momento de quiebre que significó el conflicto del campo en 2008.
El conflicto de la 125 empezó como una cuestión tributaria. Pero luego giró hacia una discusión del modelo económico, empresarial y político. Fue un punto de inflexión. Entre la promesa de un gobierno productivista y el modelo posterior, de apropiación de rentas y distribución.
Fue el fin de la transversalidad y el comienzo del unicato. En sus ardores nació La Cámpora, la verseología de la amenaza destituyente (que en el llano se transformó sin pudores en el “club del helicóptero”) y una aguda polarización política que todavía persiste.
El kirchnerismo sinceró entonces que no miraba al campo como motor de crecimiento, sino como a un especulador de divisas acumuladas en silo-bolsas. Y que su modelo de empresariado eran Cristóbal López, Lázaro Báez o Gerardo Ferreyra. Los “expertos en mercados regulados”.
El sociólogo Marcos Novaro y el economista Eduardo Levy Yeyati recuerdan que durante el paro de las organizaciones del campo las exportaciones no fueron afectadas. Las empresas acopiadoras y exportadoras siguieron operando y se abstuvieron de colaborar con los huelguistas.
¿El caso Vicentin refleja que Cristina decidió apuntar a ese nuevo objetivo creyendo que los productores con los que confrontó por las retenciones aplaudirían la intervención?
El exsenador kirchnerista Eric Calcagno anda diciendo que por las barrancas del río Paraná “sangra la Argentina”. Alude a los 18 puertos en el cordón industrial que incluye a Timbúes, General San Martín, San Lorenzo, Rosario, Gobernador Gálvez y Arroyo Seco.
Calcagno señala que allí se encuentra el puñado de empresas extranjeras que controlan el comercio exterior, desestabilizan la moneda, imponen el monocultivo y la exclusividad de la exportación a China. Y a la misma China como fuente obligada de importaciones que destruyen el empleo.
¿El dato relevante es que el cristinismo sigue sin comprender la robusta articulación económica del complejo agroexportador? El banderazo pareció advertir: cuando se toca uno de los eslabones, reacciona el conjunto de la cadena. Y a mayor desprecio político, se suma el componente urbano.
Más inquietante aún es que el sector dominante en el oficialismo esté pensando en una nueva “derrota funcional”. Una que le provea cohesión política a su base, aunque fracase en sus objetivos. Después de todo, tras el intento de apropiación de la renta agraria vino el zarpazo sobre los fondos de pensión. Amado Boudou todavía cobra regalías por ese abordaje.
La cuestión es de primer orden político, porque otra vez el ejecutor de la negociación (que en última instancia Cristina no descartaría dinamitar) es Alberto Fernández. Todo un desafío conceptual para la herrumbrada idea de la amenaza destituyente.
El historiador Pablo Gerchunoff acaba de publicar una tesis interesante. Sostiene que las elecciones de 2009 -las que siguieron al conflicto con el campo- decidieron al kirchnerismo a abandonar el camino largo de la inversión y optar por la mitigación y la asistencia (ampliada a sectores de la clase media) como método único para retener el anclaje popular.
Con ese viraje Cristina ganó en 2011. Desde entonces cuida escrupulosamente los tintes de esa identidad popular. Tras las derrotas de 2013, 2015 y 2017, su repliegue en la vicepresidencia fue el reconocimiento de que podría perder todo ese capital en 2019. Tuvo la astucia de ver que aún le alcanzaba para ungir un candidato.
Gerchunof señala con agudeza que aquel artefacto que diseñó Cristina es de un extraordinario interés: una Presidencia débil elegida por una líder política débil. Y anota un pronóstico: en cada Vicentin habrá una batalla heroica en la que a Cristina le interesará ganar, aunque preferirá perder antes que negociar.
No será el escorpión en sentido estricto, que asesina a mitad del río hincando el lomo de la rana, pero su debilidad de origen la obligará a sostener iniciativas que acentúan la debilidad del Presidente. Si es así -razona- dos debilidades no harán una fortaleza.