Este es el primer artículo que escribo desde que empezó la pandemia en el que el tema no es, de una manera u otra, el maldito coronavirus, y en mi regreso al ancho mundo voy a hablar, paradójicamente, de un entorno asfixiante y pequeño. Del reino del terror que estableció durante 16 años, en La Guajira colombiana, Kiko Gómez, primero alcalde de Barrancas y después gobernador de la región.
Todo lo he leído en un libro que acaba de publicarse, Lo que no borró el desierto (Planeta), de la periodista colombiana Diana López Zuleta. Diana tiene ahora 33 años; cuando tenía 10, su padre, Luis López Peralta, concejal de Barrancas, fue asesinado de un balazo por unos sicarios. El alcalde, Kiko Gómez, clamó que le habían matado a su mejor amigo y llevó el féretro. Apenas 10 días después todo el pueblo, deudos incluidos, sabía que era él quien había ordenado el asesinato. A decir verdad, no se ocultaba mucho (Luis López le había denunciado por corrupto: de ahí su ejecución). Era el año 1997 y comenzaba la etapa más atroz del sucio enfrentamiento entre la guerrilla y los paramilitares, con quienes Kiko Gómez colaboraba. Un tiempo de pena y plomo con miles de asesinatos y cientos de miles de desplazados.
El conmovedor libro de Diana retrata un mundo raro y extremo. Y lo que más me ha chocado es que todo esto sea tan reciente. Que la culta y sofisticada Colombia que también existe tenga estas trastiendas ancestrales que parecen sacadas del furibundo Viejo Testamento. Se trata de una sociedad tremendamente machista en la que los hombres suelen estar con varias mujeres a la vez (Luis López, por ejemplo, tuvo ocho hijos de cinco madres), y con un nivel de violencia tan elevado que todos van armados y tiran de gatillo con pasmosa facilidad. Diana, que escribe un texto terso y limpio, casi inocente, cuenta con toda naturalidad esto de su padre: “En 1990, en una reunión de amigos, discutió con uno de ellos mientras tomaban. El amigo salió a buscar un arma y regresó dándole plomo. Mi papá resultó herido en ambas piernas, pero se defendió y le disparó también. El agresor quedó lesionado”. Cuando la gente cree que puede tomarse la justicia por su mano desaparece el Estado (que se lo piensen un poco los partidarios de las armas). Sin duda todo el horror que cayó después sobre La Guajira creció como un moho sobre ese terreno tan bien abonado.
Imaginen lo que es vivir aplastados bajo el poder absoluto de un tipo que tiene un ejército de sicarios y que manda asesinar a todo el que le desobedece o le cae mal. Las muertes están en efecto anunciadas, y nadie hace nada por remediarlo. Recurrir a la justicia es por completo inútil, porque Gómez tiene comprados a los jueces, a la policía, a los políticos, a los médicos, incluso a los curas, de modo que alzar la voz sólo
supone tu muerte inmediata. Aun así, hay algunos valientes que se arriesgan. Y los matan. Como mataron a la política Yandra Brito; primero ejecutaron a su marido y después, como la heroica Yandra insistía en denunciar el crimen, también acabaron con ella. La impunidad era tal que los asesinos celebraban sus asesinatos con sonoras fiestas. “Había homicidios casi a diario. A veces la semana estaba mala y eran dos o tres veces no más que se mataba”, dice un sicario en una fascinante entrevista al final del libro (habla de aquellos años, no sólo de Gómez).
Con semejante poder, parece mentira que Kiko cayera. Pero al final lo hizo gracias al indecible coraje de unos cuantos. De Yandra, del gran periodista Gonzalo Guillén, de un pequeño grupo de fiscales de Bogotá y de Diana, que denunció al asesino de su padre. Fue la única que se atrevió a hacerlo de entre todos sus hermanos. Detuvieron a Kiko en 2013 en medio de una batalla campal: “Después de su captura, nunca más he vuelto a sentir sosiego”, dice Diana. Porque Gómez sigue dando órdenes desde la cárcel. Pese a ello, fue condenado a 55 años de prisión por las muertes de Yandra y su marido, y a 40 años por la de Luis López: “Desde ese día, 27 de junio de 2017 (fecha de la sentencia), no volví a salir sola a la calle”, dice Diana con sencillez. El infierno existe, pero en la Tierra, y este libro es como el duro y sangrante esqueleto de las novelas de García Márquez. —eps