En algún momento del siglo pasado, llegué a París y ese mismo día compré en una librería del barrio latino llamada “Joie de lire” un ejemplar de “Madame Bovary”. Después de pasar casi toda la noche leyéndola, al amanecer sabía la clase de escritor que quería ser y, gracias a Flaubert, comenzaba a conocer todos los secretos del arte de la novela.
Nadie dio tanto impulso al género novelesco como el solitario de Croisset. Él descubrió que el narrador era el más importante personaje que creaba el novelista, y que este podía ser un narrador impersonal que lo sabía todo -una imitación de Dios Padre- o un narrador personaje; y que estos podían ser varios y diversos. De este modo, Flaubert creó la novela moderna y sentó las bases de lo que, años después, serían las infinitas disposiciones y figuras inventadas por James Joyce para dotar a la novela y diferenciarla del pasado, la clásica. Sin embargo, el novelista que aprovechó mejor los inventos de Joyce, el irlandés, no fue un europeo, sino un norteamericano perdido en la región del Misisipi, en cuyas manos el género novelesco alcanzó una flexibilidad en el tiempo y el espacio que le permitió todos los excesos: William Faulkner. Lo más extraordinario de Faulkner, no fue, sin embargo, la fantástica osadía que le permitió escribir novelas como “As I Lay Dying” and “The Sound and the Fury”, las más difíciles de la creación novelesca, sino los engaños a los periodistas a quienes se presentaba “como un granjero que amaba los caballos” y se negaba a hablar de las técnicas de la novela porque, según él, “no sabía nada de eso”. Gracias a Flaubert, Joyce y Faulkner la novela moderna sería una realidad nueva y singularmente distinta de la novela clásica.
En el caso de Flaubert, la preocupación por la estructura de la novela vino en las cartas que escribía cada noche a su amante Louise Colet, en buena parte de los cinco años que le tomó escribir Madame Bovary. De modo que pasaron buen número de años antes de que estas cartas se pudieran reunir en un libro, acaso el más importante que se haya escrito fijando los límites de la novela moderna, como una forma perfectamente establecida y distinta de todo lo que se hubiera hecho hasta entonces en unas historias que tendrían el nombre de “novela”. La ruptura con el pasado fue flagrante y, sin embargo, misteriosa. Consistió en explicar que el ordenador de una historia podía ser la imitación de “Dios Padre” que lo sabe todo de todo, o de un simple personaje que no puede saber más que lo que sabemos los seres ordinarios de los demás, con la falibilidad implicada en aquel conocimiento. En una novela, como en “Madame Bovary”, puede haber un narrador “Dios Padre” y varios narradores personajes, a condición de que se respeten los límites de cada cual.
A nivel de la prosa, Flaubert creyó siempre que la excelencia de la frase dependía de su música y que bastaba una sílaba que desentonara para que se perdiera aquella perfección musical de la frase, a la que Flaubert atribuía virtudes encantatorias. Los cinco años que se pasó escribiendo “Madame Bovary” fueron los más ricos y creativos desde el punto de vista de la estructura novelesca. Pues, la verdad sea dicha, el verdadero creador de la novela moderna fue Flaubert.
La historia de Emma Bovary y las cartas casi diarias a Louise Colet fueron la fundación de la novela moderna, aunque esto tomó algún tiempo para que se advirtiera. El narrador invisible es la creación más importante de Flaubert: ahí está el que todo lo sabe de la historia que cuenta, pero no es una presencia sino una ausencia, que sabe todo lo que ocurre pero no se muestra y más bien oculta su presencia fingiendo la impersonalidad, siempre interrumpida por los otros personajes de la historia, a los que se permite mostrarse y sentir una limitada presencia y existencia, a condición de que no se exceda más allá de lo que una persona debe y puede saber. El ángulo del enfoque es siempre obra del narrador “Dios”, quien distribuye las apariciones y reapariciones de los personajes de acuerdo a las distintas fluctuaciones de la historia. Dentro de este esquema todo se puede saber y contar, también los sabios silencios que el narrador impone en la narración.
La “nueva novela” que inventó Flaubert en “Madame Bovary” todo lo permite, dentro de ciertos límites. Por ejemplo, crear un personaje colectivo, momentáneo, como esa clase en la que irrumpe el nuevo alumno al comienzo de la novela, cuando el profesor presenta a ese auditorio al nuevo estudiante, Charles Bovary. Este auditorio es un solo personaje, que se descompondrá en seres distintos a medida que los alumnos de la clase recobren su personalidad y comiencen a diferenciarse unos de otros. Dentro del esquema creado por Flaubert, todo es posible y coherente, siempre que el novelista respete las reglas y no se distraiga, de modo que un accidente ocurra y se desmorone la rigurosa trabazón de la novela.
Flaubert no llegó fácilmente a ser aquel que podía tomarse cinco años de su vida escribiendo de la mañana a la noche, siete días por semana, “Madame Bovary”. Tuvo antes que inventarse una enfermedad que convenciera a su padre, el Doctor, que quería, como era lógico, que su hijo Gustave siguiera una carrera, como había hecho él. Los críticos y los médicos han discutido mucho sobre la famosa enfermedad de Gustave Flaubert, esas crisis que lo acometían y lo derribaban por el suelo, viendo luces extrañas. Yo creo que esta enfermedad se la inventó para poder trabajar en paz, dedicando todo su tiempo a la escritura, lo cual no significaba en absoluto que no cayera a veces al suelo y viera luces raras y tuviera vómitos y todo lo demás. Menos mal que sus cartas a Louise Colet se han conservado. Ella las guardó, bendita sea su memoria. En cambio, las de Louise Colet a Flaubert, una infame sobrina las quemó porque eran demasiado pornográficas, con lo que se ganó todo el odio de los flaubertianos (también el mío, por supuesto).
¿Supo Flaubert la revolución que desencadenaría con “Madame Bovary”? No es muy seguro. Él creía, en esos cinco años, que estaba trabajando en “Madame Bovary”, y probablemente no fue consciente de la extraordinaria difusión que tendría su descubrimiento ni la revolución que provocaría el narrador invisible y total, que crearía una cesura entre la nueva novela y la antigua, es decir, la clásica. No es la primera vez en la historia de la literatura que alguien, como de casualidad, descubre un nuevo sistema de narrar, provocando con esto una revolución (por ejemplo, Borges en sus cuentos).
A Flaubert le he tenido siempre admiración y cariño, como a un tío o un abuelo. Fui a Croisset no sé cuántas veces, a revivir sus paseos dando alaridos en la “alameda de la gritería” donde iba él a probar la perfección de sus frases rítmicas, y le he llevado flores no sé cuántas veces a ese cementerio lleno de tumbas y de cruces, y he visitado el hospital de su padre, el médico al que obligó a mantenerlo mientras escribía esa novela-río.
Ha cumplido doscientos años, y la manera de escribir novelas que inventó se mantiene siempre viva y joven. Tengo la sensación de que en los doscientos años que vendrán, su manera de escribir seguirá operando en su eterna juventud. ©MARIO VARGAS LLOSA./EDICIONES EL PAÍS, SL 2021