“La semana fue menos mala de lo que empezó”. La conclusión de un economista tiene asidero: aquel dólar blue que llegó a más de 280 pesos el lunes pareció marcar el techo y preparó para lo que vendría después. Por eso el cierre del viernes a 273 ya no asusta tanto.
Cada crisis en la Argentina es un paso más hacia el abismo que muchos anuncian. Pero la duda a estas alturas es si hay abismo: hemos caído tanto que estamos muy cerca del fondo y mucho más no podríamos hundirnos, dicen los más optimistas.
Esta enfermedad crónica nacional que es la incertidumbre podría ser letal en cualquier otro país, pero aquí se sobrelleva, como se puede, pero se sobrelleva al fin. Nos hemos acostumbrado a vivir así. El Estado, las empresas grandes o chicas, los empleados, los cuentapropistas. Ese acostumbramiento produce también resignación.
“Cuando hay un riesgo concreto, te podés preparar. Pero ante la incertidumbre no hay cómo reaccionar. Ni siquiera podés plantearte escenarios”, dice el economista del principio.
La percepción, siempre subjetiva, y los datos, casi siempre objetivos, parecen coincidir en la Argentina como pocas veces. Consumidores y economistas dicen lo mismo con hechos y con palabras, respectivamente.
“El repunte de la inflación va a llevar a más controles de precios y de ahí vamos directo al desabastecimiento. Esto pone muy nerviosa a la gente”, aporta otra voz especialista.
Ese miedo ya se percibió durante la semana que pasó. Y no se reflejó sólo en que los que pueden y salieron a comprar dólares, blue o bolsa, de acuerdo a su escala. Toda compra sirvió para cuidar el dinero, justo luego de cobrar el aguinaldo.
Primero el objetivo fueron los electrodomésticos. Aprovechar las cuotas fijas en pesos para protegerse ante la escalada del dólar que se presumía. Pero luego fueron los comestibles. Hay supermercados que explotaron de gente por el temor al desabastecimiento. Los mendocinos llevaron de a dos y tres productos iguales, aunque necesitaran sólo uno. La decisión de comprar “por las dudas” hizo recordar lo que ocurría en el inicio de la cuarentena estricta de 2020.
“Ya pasó lo peor”, dice en voz baja un peronista, con miedo a quemarse como tantas veces. “El país está al límite”, reconoce otro dirigente. Cada escalón que se cae es irremontable.
Es la política...
El Gobierno nacional, con sus cepos y controles, es el que alienta esa fiebre compradora. Nadie le cree. Y allí está el origen de la crisis. Es política, no económica. Un dato lo confirma: el ingreso de dólares este año por las exportaciones se encamina a un récord. Y aún así no trae calma.
La nueva ministra de Economía, Silvina Batakis, pareció en sus primeros días adoptar parte del libreto de su antecesor, Martín Guzmán, como por ejemplo sosteniendo el acuerdo con el FMI, pero claramente los mercados le creyeron menos. La culpa no es suya, obviamente, sino de sus jefes, Alberto Fernández y Cristina Kirchner.
Negado a la autocrítica, el oficialismo intentó encontrar un culpable por el vértigo de la última semana y apuntó al ex ministro. Ya no por lo que hizo o no hizo, sino por el momento en el que renunció. Cinismo puro luego del desgaste y la desautorización cotidiana de los últimos meses.
El ingreso de dólares por las exportaciones de la Pampa Húmeda terminará en un mes. Pero también, por suerte, con el fin del invierno también aflojará la demanda de energía, la principal razón de la salida de dólares por importaciones. La gran nube oscura que asoma en el horizonte está asentada sobre setiembre, cuando hay un fuerte vencimiento de la deuda.
Las próximas dos semanas serán claves para la gestión económica. “La prioridad es anclar los precios”, dice alguien al tanto de las conversaciones en la cima del poder nacional, anticipando medidas en ese sentido.
Las grandes industrias alimenticias ya modificaron sus listas o bien están en proceso de hacerlo. Alos comercios comenzaron a llegar anuncios de subas los últimos días. No todas de aplicación inmediata, pero ninguna más allá del lunes 18.
Una empresa nacional con filial en Mendoza recibió un informe de una consultora económica porteña, previo a la renuncia de Guzmán, con una estimación de inflación para los próximos 12 meses de 80% y un dólar oficial a 230 pesos. Viendo lo ocurrido la última semana y lo que se espera para los próximos días, tal vez estén pensando que se quedaron cortos.
Un referente opositor pone la mirada en otro país del que se viene hablando hace un tiempo, pero que ayer se transformó en noticia por un estallido social: Sri Lanka: “Tienen los mismos problemas que nosotros, pero por supuesto agravados”. Cortes de energía, filas para comprar combustible, inflación récord y alta emisión son parte del combo que desató la furia de los manifestantes allí.
Un intendente peronista mendocino admitió estar “muy preocupado” por lo ocurrido y por lo que viene. Similar era el ánimo de un funcionario de un organismo nacional. Mientras, en el Gobierno provincial avisan que han optado por una estrategia financiera “muy conservadora” para evitar zozobras. El escepticismo manda.
Cristina manda
La pregunta que resuena una y otra vez en el micromundo de la política es qué pasaría si las mismas condiciones actuales se dieran en la Argentina con un gobierno que no fuera peronista. Y como cada vez que ocurre una crisis similar, las respuestas se inclinan más por un estallido social que por otra opción menos grave.
El apoyo de 20 gobernadores, cientos de intendentes (sobre todo del conurbano bonaerense) y el sindicalismo contienen la explosión social ahora. Los movimientos sociales alineados con la izquierda son hoy el único actor que escapa a ese control. Y por eso Cristina quiere restarles poder.
Pero esta vez parece que el peronismo, aun sin estallido, no va a salir indemne de la crisis. Las disputas en la cumbre del poder así lo indican, como también las encuestas que ubican en el podio de los peor evaluados a los tres comandantes del Frente de Todos, Fernández, Cristina y Massa.
La situación llegó a tal punto crítico que obligó a restablecer el diálogo perdido y no deseado por el Presidente y la Vice para tratar de encontrar una salida. Una suerte de tregua, pero no exenta de reproches en off.
“Si Alberto renunciara, también lo haría Cristina”, avisan en el kirchnerismo, intentando mostrar a su líder con ciertos códigos. Un radical aporta su conclusión a partir de lo que escucha: “El Gobierno nacional es un caos”.
La última crisis confirmó a la vicepresidenta como la “gran jefa” del oficialismo. Hasta los que se alistaban entre sus críticos terminaron apoyándola. Hay razones claras: no hay una contrafigura interna que pueda hacerle frente y es la única que garantiza un piso de apoyo popular, cada vez menor al parecer, pero piso al fin.
Detrás de esa causa electoral, hay otra más profunda. Cristina es la única figura que sostiene al Partido Justicialista como una fuerza nacional. Sin ella, el PJ no sería hoy más que una suma de jefes provinciales que nunca se pondrían de acuerdo sobre el plan ni el líder a seguir.
Sería una suerte de nacionalización del modelo peronista mendocino delineado en las dos últimas décadas: intendentes que no miran más allá de sus departamentos y se recelan, sin capacidad para generar un proyecto y un liderazgo provincial.
La oposición bajó el perfil la última semana. Para qué interrumpir cuando el rival se equivoca una y otra vez, parece ser el lema que los guía. Ellos tienen su propio desafío por delante: definir quién los llevará al que creen un triunfo inevitable, con qué programa y con qué tiempos de ejecución.
Los líderes de Juntos por el Cambio confían en que el nivel de expectativas que generará el cambio de gobierno, justamente por las continuas decepciones, será más bajo que nunca. Lo que no saben es qué se encontrarían en caso de asumir. Sólo tienen algo claro: será peor que el escenario de 2015.