Mi vocación de tenista se truncó apenas se iniciaba, a la edad de seis. Culpo por eso a Steven Spielberg, que se llevó a mi profe a trabajar con él a California. Estoy segura de que esa primera profesora de tenis que tuve habría garantizado que la pelotita de felpa amarilla me haría caso. Pero no fue así, mi amor con el tenis debió esperar casi 30 años más.
Por un largo tiempo, después de las clases de tenis que no fueron, no hubo actividad física o deportiva en mi vida infantil. Mis compañeros de aventuras de esa Tribu que construyó mi familia materna aseguraron la diversión y el movimiento continuo en un recorrido por los juegos de las plazas que rodeaban la casa de mis abuelos. No había altura de toboganes que amedrentara a la banda de primos.
Por un par de años la vida saludable, la actividad física, el deporte, faltaron en mi infancia hasta que mi madre y una de mis tías se pusieron creativas. Querían que lográsemos armonía de movimientos y una serie de habilidades con las que yo no había sido favorecida, pero eso lo comprobamos luego de varios meses de intentarlo.
La década del 80 se asomaba tímidamente y Mendoza contaba entre sus habitantes a una famosa bailarina y coreógrafa austríaca que huyó del nazismo en Europa. Isolde Klietmann fundó en Mendoza su propia academia de danza, pionera y maestra de muchas bailarinas que luego fueron referentes de la danza contemporánea en la Provincia.
Las madres de la Tribu no dudaron, era ahí donde mis primas y yo debíamos experimentar con las zapatillas de ballet y las mallas negras. La convicción de que la danza formaría parte de nuestra vida y que necesitábamos ejercicio fueron algunos de los ingredientes que consideraron para la decisión.
Entre las primeras impresiones que recuerdo sobresalía la magnitud de ese gran salón muy bien iluminado, con un piso de madera y una gran ventana hacia un jardín. Las barras y los espejos, que ocupaban una porción mayoritaria de la superficie de las paredes, me asustaban un poco, pero el sentimiento que preponderaba los primeros días era de vergüenza. Más bien una mezcla con frustración, de saber que cuando el resto de las aprendices de bailarinas subían, yo bajaba. La coordinación, suavidad y precisión que se esperaba de mis movimientos y mis pasos estaban ausentes con aviso.
La profesora me provocaba una curiosidad extrema. La recuerdo con su melena de rulos blancos, y en ocasiones también con un turbante que resaltaba unos ojos vivaces y atentos a cada detalle en manos, dedos y posiciones de cada músculo y tendón. Siempre con un bastón, que tanto usaba para apoyarse, como para marcar algunos movimientos. A diferencia de la exigencia que caracteriza a los maestros de ballet, sus modales eran suaves y pacientes y todavía me parece escuchar su voz repetir -con un acento exótico- plié y relevé.
Con dos de mis primas más cercanas en edad y afinidad teníamos ciertos códigos propios que automáticamente nos hacían tentar de risa en cualquier circunstancia. En ese gran salón nos mirábamos a través de los espejos y teníamos que reprimir las carcajadas cada martes y jueves por la tarde. Las tres llegábamos juntas y salíamos con la certeza de no haber aprendido absolutamente nada; la sensación de que jamás entenderíamos lo que se esperaba de nosotras. Sin embargo, resistimos hasta que llegó el momento más esperado del año: una muestra de todas nuestras habilidades en el Teatro Independencia.
Los detalles de esa presentación pública llenaba de felicidad a nuestras compañeras de danza, que soñaban con apropiarse del escenario y demostrar su talento y vocación por el baile. Para mí, desde el segundo en el que me enteré de que mi falta de habilidades se mostraría a lo grande, fue una pésima noticia. Y mi ánimo descendió varios subsuelos.
Bailaríamos la tarantela, un baile popular del sur de Italia, que en la Edad Media se asociaba a la manera de curar los efectos que podía provocar la picadura de la temible araña lobo, también conocida como tarántula.
De entrada dije que yo prefería no participar, pero mis pedidos de abandonar la muestra no dieron resultado; por lo que seguimos adelante con los ensayos y con las pruebas de vestuario. En una actitud impropia de mi personalidad me rebelé; uno o dos días antes de la presentación le dije a mi madre que nada podría convencerme de aparecer en ese escenario: me empaqué como nunca, me negué a ensayar, e incluso creo que derramé varios centilitros de lágrimas.
Ella me miró extrañada, esa no parecía su primogénita, habitualmente dócil y voluntariosa. Insistió varias veces con prudencia, pero mis negativas redoblaban respuestas cada vez más dramáticas. Fue ahí que mamá intuyó que algo grave estaba pasando y resolvió recurrir a la diplomacia. Empezaron las negociaciones. De repente, cuando todos mis pensamientos y sensaciones físicas me indicaban un gigantesco no en mayúsculas rellenas y subrayadas, se me cruzó una idea genial: un intercambio.
Mi propuesta; la única posible sin plan B, ni C, era que actuaría, por esa única vez, en una tarde de diciembre con más de 35 grados centígrados, ante un Teatro Independencia repleto. Pero al año siguiente dejaría la danza para siempre. Ella supo que no había chance de que yo siguiera poniéndome esas mallas y esas zapatillas flexibles de color rosa ni una sola vez más, y aceptó resignada. Hay una y sólo una foto que registró ese momento y que todavía hoy me avergüenza. Cada vez que visito la casa de mis padres busco el instante que me permita hacerla desaparecer para siempre.
* tinafunes@gmail.com @FunesMartina.
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