Esta semana Cristina le mandó su segunda carta a Alberto. La hizo abierta y sin destinatario porque ella no le habla a él, aunque Alberto (y todo el mundo) sabe que es para él. Por eso apenas la recibió procedió a actuar en consecuencia obedeciéndola al pie de la letra. Aunque Cristina cree que no. Por eso en la primera carta le dijo que detuviera a la Justicia en su embate contra ella. Y en la segunda le dice que, como él no hizo nada, desde ahora se ocupará ella directamente de lidiar con la Justicia.
Y para no quedar en chiquitas, Cristina la emprende en esta carta directamente contra la cabeza de la Justicia, la Corte Suprema y la acusa de lawfare. Término poco habitual que hoy se ha puesto de moda.
El lawfare como teoría sociológica o filosófica puede merecer varios libros para generalizar sobre él en términos abstractos, pero en tanto doctrina jurídica no existe, no tiene nada que ver con el derecho.
Los kirchneristas dicen que el lawfare ocurre cuando los jueces y los medios se complotan para meter presos a los políticos populares acusándolos de delitos que no son tales.
Pero las cosas son más sencillas que ese conspiracionismo ramplón. En realidad, el lawfare lo denuncian aquellos que piensan que la justicia no puede juzgar a la política o a los que hacen política, porque la política está por encima de la justicia.
Criticar que hay lawfare no es de derecha o de izquierda, es de todo político que tiene cuentas pendientes con la justicia. Por eso lo aducen con igual énfasis Cristina y Berlusconi, dos populismos de distinto signo ideológico pero ambos con graves problemas judiciales.
Los kirchneristas dicen coincidir con la opinión pública que piensa que la justicia funciona mal y que es quizá el peor de los poderes. Pero la gente dice eso porque piensa que la justicia libera a los delincuentes, los kirchneristas, en cambio, piensan que la justicia no los libera… a ellos. Es exactamente lo contrario.
El lawfare es (acaso con la lógica similar de poner a la política por encima de la justicia) la contracara de los juicios de Moscú ordenados por Stalin a los tribunales soviéticos en la década de 1930, cuando se juzgaron y condenaron a muerte a prácticamente todos los políticos bolcheviques compañeros de Stalin porque éste decidió eliminar a todo quien fuera mínimamente sospechoso de disputarle o cuestionarle el poder absoluto que detentaba.
Allá, en Rusia, el solo hecho de que un político compareciese ante un tribunal, significaba que era culpable y no cabía otra posibilidad. Acá es justo al revés: por el solo hecho de haber actuado en política, habiendo robado una gallina o el país, se es por definición inocente.
Cristina cree (o nos quiere hacer creer que cree, que al fin y al cabo es lo mismo) que su elección como vicepresidenta fue un plebiscito donde el pueblo la liberó de toda culpa. O sea que en las elecciones habló la justicia popular que es la contraria a la justicia de los poderosos que hoy es la conducida por la Suprema Corte. Por eso el pueblo, que es igual a la historia, ya la absolvió. Sólo queda arreglar los papeles, poner en orden los juicios con la nueva realidad política. Antes no se pudo hacer porque el enemigo estaba en el poder y quería condenarla por razones políticas, no por razones jurídicas. Pero ahora que se recuperó el poder político, la absolución se debe hacer, según Cristina, apenas se asume, como mucho en unos meses, pero Alberto lleva un año. Y eso no es porque Alberto no la quiera liberar a Cristina, sino porque duda entre ambas legitimidades. Y por esa ambigüedad, por esa timoratez, es que Cristina le va perdiendo toda confianza y duda si hizo bien en ponerlo para que le liberara. El presidente navega entre Beliz que hace 25 años que quiere reformar “esta” justicia para que funcione mejor y Cristina que, junto con Zaffaroni, quiere cambiar esta justicia por otra. Una justicia que no sea una de las patas del poder dividido, sino que sea una pata del poder político. Como toda Justicia es política, dicen los K, necesitamos una justicia para nuestra política porque si no es de la política de los otros.
Del mismo modo, sostienen que como toda educación es política, necesitamos una educación con nuestra política para contrarrestar la de los otros. Por eso ven con buenos ojos el adoctrinamiento escolar. O adoctrinan ellos o adoctrinamos nosotros. No hay otra, argumentan. Para esta ideología no existe ningún lugar objetivo, ni siquiera la justicia ni la educación (más bien sobre todo ellas) por lo tanto o responden a la política de unos o responden a la política de otros. Quien considera objetiva a la justicia o a la educación, es porque está siendo subjetivo del lado del enemigo, dicen los cristinistas. No hay objetividad alguna para ellos, solo una subjetividad al servicio del pueblo y una subjetividad en contra del pueblo.
El político tiene derecho a hacer cosas que no le están permitidas a gente común. El que roba o el que mata es el mortal, mientras que los semidioses solo hacen política, incluso cuando roban o cuando matan. Por ende deben ser juzgados con criterios políticos, no jurídicos. Esa es la forma de razonar de Cristina apoyándose en el razonar de sus ideólogos, muchos de los cuales nunca se robaron ni una masita de crema, pero aun así defienden a los que robaron el país.
Alberto fue muy crítico de esa concepción cuando se peleó con Cristina, por eso sabe que está mintiendo. Aunque luego de mentir tanto y para tantos lados opuestos, es posible que se haya olvidado de que está mintiendo, aunque sea para cuidar la salud mental, porque no se puede vivir en estado de perpetua contradicción.
La respuesta de Cristina a cuando la justicia le pide que se defienda de lo que se la acusa refutando las pruebas en su contra, es que ella jamás discutirá jurídicamente las imputaciones que se le hacen, sino que lo hará políticamente. Al estilo “Yo acuso”, de Emile Zola.
Cristina quiere llevarnos al debate entre dos legitimidades en pugna, que es mucho peor que el enfrentamiento de dos ideologías. No estamos discutiendo los contenidos que cada uno pone en el juego, sino el juego en sí mismo, por lo que no se aceptan reglas ni árbitros comunes, compartidos. Entonces no puede haber juego, sino solo guerra aunque sea en paz, o mejor dicho sin armas de fuego que no es exactamente lo mismo. Porque se quiere cambiar la legalidad constitucional por la legalidad facciosa. Porque se parte de la idea de que la facción que se supone representa al pueblo debe imponerse sobre la facción que representa los intereses de los poderosos. No existe en este razonamiento debate entre ideas plurales, sino entre buenos y malos. Y los malos no pueden ganar, bajo ningún aspecto. Y si ganan hay que hacer que caigan, porque el fin justifica los medios cuando de política se trata.
En síntesis, el poder político central de la Argentina se ha alzado no contra el mal funcionamiento de la justicia argentina, sino contra la justicia de la Constitución en sí misma. Y necesita cambiarla por otra que responda a su facción para lograr la impunidad que busca por lo que hicieron los suyos, pero también a fin de lograr impunidad para todo lo que quieren hacer de aquí en más.
Ante la osadía de una justicia que quiere juzgar a la política, se requiere otra justicia que esté al servicio del poder político (como en Santa Cruz, el punto de partida. O Venezuela, quizá el punto de llegada en el imaginario de muchos de los que así piensan).
Ese es el contenido central de las dos cartas de Cristina a Alberto. El programa central de gobierno de la vicepresidenta del cual el presidente no parece del todo convencido, pero sí enteramente sometido.
Dependerá de las instituciones de la Constitución si pueden soportar este gravísimo embate. Hasta ahora se está más o menos empatando entre las dos concepciones en pugna porque la Argentina no es ni Santa Cruz ni Venezuela, pero la ofensiva hoy la tienen los que quieren ir por todo.