El caudillo Felipe Ibarra posee aún el podio de permanencia en el poder, gobernando casi ininterrumpidamente durante treinta años Santiago del Estero. Miembro de la oligarquía provincial rigió con mano dura, mientras empobrecía a su provincia y cometía atropellos sobre la población. Llamativamente el historiador Jorge Newton señaló que muchos otorgaron origen popular a Ibarra debido a sus rasgos físicos, a los que especifica de este modo: “De estatura mediana, de cuerpo grueso, de color trigueño, con ojos pardos, de mirada severa e inquisidora, nariz aguileña y grande. En conjunto tenía una fisonomía desagradable”.
Muestra de su predilección por la elite de la que formó parte fueron algunas de sus decisiones.
En 1832, por ejemplo, Ibarra estableció: “En la provincia de Santiago no se admiten hombres sin oficio, industria o destino conocido; y todo aquél que se encuentre en este estado será enviado a poblar las fronteras”.
Como el común de los caudillos, utilizó a los humildes y no se preocupó por dar a su provincia un orden legal, aunque —al estilo de Facundo Quiroga— pregonó la necesidad de una Constitución. Su gobierno fue el más largo de la historia nacional —treinta y un años, con la breve interrupción posibilitada por Paz—, pese a que fue elegido solo por veinticuatro meses.
Relata Antonio Zinny: “Al concluir el término prefijado disolvió la Legislatura; mas el pueblo se reunió en Cabildo abierto y le hizo saber que había terminado el período de su mandato. Presentase entonces Ibarra en la sala capitular y tira el bastón, prodigando insultos a los individuos que componían el Cabildo. Enseguida se retira al Salado, y de allí manda una fuerte partida que saca en ancas a los capitulares”.
Desde entonces mandó sin hacerse reelegir y en 1835 disolvió la Legislatura provincial cuando esta intentó nombrar a otro gobernador, inmediatamente se autoproclamó en su cargo de modo vitalicio y con facultades extraordinarias. Eliminó de su cargo a todos los jueces e hizo desaparecer cualquier atisbo de organización tripartita para ejercer en soledad los tres poderes públicos. No es casualidad que quienes defienden a este tipo de personajes sean los mismos que hoy confunden dictaduras con democracias.
Pero la decadencia física puso el límite a sus pretensiones, al momento de cumplir sesenta y dos años. Su cuerpo estaba en tan malas condiciones como el erario de la provincia que regía. En 1849 Ibarra notó que se hinchaba. Ignorando que se trataba de hidropesía, creyó ser víctima de un embrujo y se negó rotundamente a ir con algún médico o salir de su casa. Aunque recibió a un grupo de médicos enviados por Rosas, no tenía mucha confianza en una mejoría y testó, dejando todo lo que poseía a su alma: “Declaro que no tengo herederos forzosos, ni ascendientes, ni descendientes, instituyo, nombro y declaro por legítima heredera a mi alma de todos mis bienes muebles e inmuebles, y mando a mis albaceas que todo cuanto apareciese perteneciente a mí lo empleen en sufragio para mi alma”.
El nuevo gobierno de Santiago del Estero confiscó los bienes de Ibarra y, como era de esperar, su alma no pudo heredar nada.