Jorge Luis Borges lo leyó pensando que era una sátira y se encontró con una sociología incisiva. Era la “teoría de la clase ociosa”, escrita por Thorstein Veblen, un hijo de noruegos nacido en EE.UU.
Veblen descubre y define esa clase ociosa como un estrato social cuyo extraño deber es gastar dinero de manera ostensible. Su rol sistémico es derrochar. Para despertar la emulación del resto y así legitimar al sistema. Gastar, y en lo posible en cosas superfluas. Abstenerse de trabajar. Más que como un mérito, como un prerrequisito del prestigio social.
Borges le agregó a la teoría una ironía local: “Salvo los pobres de solemnidad, todo argentino finge pertenecer a esa clase”.
En la crisis argentina de principios de siglo, cuando el derrumbe de la convertibilidad, algo de esa teoría campeaba en el discurso público. La población indignada reclamaba que se fueran todos los integrantes de la clase política, a la que se asimilaba con la riqueza mal habida, la desafección al trabajo y la propensión al derroche. La crisis actual tiene, como entonces, un mismo indicador irrefutable: el índice de pauperización. Es el argumento cifrado de cualquiera que agite el fracaso de todo el esquema de representación política. En 2001 la impugnación apuntaba al fracaso de las políticas neoliberales. Esta vez, al agotamiento del modelo populista.
A la primera percepción de ese cambio la insinuó Cristina Kirchner en sus cartas apostólicas, en las que predecía la derrota política del gobierno que reconquistó tras la máscara de Alberto Fernández. A la segunda constatación del giro acaba de entregarla la coalición opositora. Juntos por el Cambio se reunió en la cumbre y su principal conclusión fue la validación de un veto a Javier Milei. Aunque Milei no estaba pidiendo ingresar a la coalición, la cúpula opositora comunicó que no le abrirá la puerta.
Milei introdujo en la campaña de 2021 un concepto que avanzó sobre el de la grieta. Tomó para el discurso libertario la misma noción de “casta política” que en 2015 utilizaron los populistas españoles de izquierda (y que abandonaron tras llegar al gobierno en alianza con el Partido Socialista).
A Milei los opositores de Juntos para el Cambio le reprochan ser funcional al kirchnerismo. Entre otros motivos porque su equiparación de todos los políticos dentro de la casta absuelve al Gobierno como principal responsable de la crisis. Y también porque a medida que aumenta el decibelaje de su intolerancia discursiva, Milei tensa la cuerda del debate político hacia un extremo que convierte a Alberto Fernández en el moderado que prometió ser y nunca se animó. En esta reivindicación ilusoria, Milei cuenta con la colaboración del nuevo experimento político que está intentando hacer desesperadamente Cristina Kirchner: impugnar desde el otro extremo. Como si no fuese integrante del Gobierno.
Desde la precariedad de sus términos, Máximo Kirchner también estrenó su propia forma de objetar a la casta. Tras la movilización del 24 de marzo pasado, ante las cámaras confortables de un par de entrevistadores militantes, exclamó: “Todo es una mierda. Vamos a pelear para que deje de serlo”. Notoria intuición la de Borges: cualquier argentino finge pertenecer a la clase ociosa. Salvo un millonario como Máximo Kirchner, que hace pobrismo con grosera solemnidad.
La novedad de Milei como sujeto político vetado -con nombre y apellido- por la crema de la crema de la coalición opositora reveló tres fenómenos que están en evolución, con tanta aceleración política como vaya marcando la velocidad de la crisis económica.
El primero de esos fenómenos -fue descripto aquí- es que la tensión entre los polos (la irrupción del populismo de derecha con Milei y la impostura de fuga hacia la impugnación de izquierda que intenta ensayar Cristina) ensancha el espacio del centro político. En esa geografía novedosa se insertan algunos emprendimientos de resultado impredecible. A saber: el acuerdo con Sergio Massa que Gerardo Morales debe explicar a cada rato desde Jujuy (por las dudas que genera su aventura de exportación a la escena nacional). El diálogo antigrieta que orbita en torno a Juan Schiaretti, Rogelio Frigerio y Emilio Monzó. La construcción territorial que tejen en paralelo y con distintos métodos Horacio Rodríguez Larreta y Patricia Bullrich (bajo la mirada de Mauricio Macri) y se entrecruza en infinitas bifurcaciones con la interna radical. El desacople pragmático de los jefes territoriales del PJ cuya primera víctima ha sido el jefe de Gabinete de aspiraciones presidenciales, Juan Manzur: en Tucumán decidieron desdoblar las elecciones locales.
El segundo efecto de la tensión bipolar es que la noción misma del centro se desplaza. Como en el juego de la soga, la política es tironeada desde los extremos, pero por fuerzas dinámicas y sobre todo asimétricas. Esa dificultad para encontrar el centro ideológico, instrumental y discursivo es la que desconcierta a las fuerzas que pretenden mantener a distancia la turbulencia emergente a la derecha, y al mismo tiempo denunciar la fuga impostada de Cristina hacia la izquierda.
Un tercer efecto posible es que la cuerda se rompa en algún punto donde la tensión se torne insostenible. El fenómeno resultante sería la fragmentación. Ninguna coalición en la historia tiene su futuro escrito en piedra.
*El autor es De Nuestra Corresponsalía en Buenos Aires.