Fue como meter los dedos en el enchufe. Haber apoyado las denuncias contra la casta militar que impera en Venezuela, implicó al presidente recibir una descarga que lo dejó chamuscado. Semejante cortocircuito en el oficialismo por el voto en el Consejo de DD.HH. de Naciones Unidas, lo que parece mostrar es un oscuro poder de Nicolás Maduro sobre Cristina Kirchner. Las otras posibles explicaciones no son menos inquietantes.
A esta altura de la tragedia venezolana, solo una sobredosis de ideologismo o una influencia externa de raíz inconfesable sobre el liderazgo kirchnerista, pueden explicar que un sector del oficialismo inicie un tiroteo en la trinchera propia en medio de batallas cruciales y prioritarias que el gobierno parece estar perdiendo.
Quizá, la sobredosis de ideologismo explica que las bases acepten algo tan horrible como la complicidad con la camarilla que hundió una economía que flota en petróleo, causó una diáspora de dimensiones bíblicas y aplastó protestas con represiones y violaciones de Derechos Humanos. Pero la complicidad de la dirigencia difícilmente tenga que ver con el onanismo ideológico. En la cúpula, la ideología es la coartada.
No hay forma de justificar mediante la razón que, en la disyuntiva de creerle a un personaje como Maduro o a una dirigente de la estatura de Michelle Bachelet, se le crea a Maduro. Sencillamente, imposible. Lograr que las bases acepten repudiar a Bachelet para defender a Maduro, es un logro escalofriante de la propaganda y el adoctrinamiento. Pero el liderazgo no cree en sus propias patrañas.
Valiéndose de sus fusileros más enardecidos para acribillar al presidente y su canciller, Cristina hizo disparar argumentos como que es “vergonzoso votar con el Grupo de Lima y contrariamente a lo que votó México”. Faltó decir que, además del gobierno mexicano, votaron en defensa de Maduro los gobiernos filipino, eritreo y nigeriano, entre otros también denunciados por violaciones sistemáticas de Derechos Humanos.
A Filipinas la gobierna Rodrigo Duterte, un ultraderechista que confesó públicamente que cuando era alcalde de Davao salía a matar presuntos delincuentes para dar el ejemplo a los policías; dice que a las guerrilleras izquierdistas hay que dispararles a la vagina para que, si sobreviven, no puedan engendrar hijos y lleva a cabo una guerra sucia contra el narcotráfico que incluye encarcelar o matar adictos.
Fogoneros del desprecio y la violencia política como Jair Bolsonaro parecen humanistas al lado de Duterte, el presidente que defiende al régimen de Maduro.
Otro que votó contra Bachelet para defender a Maduro es Isaías Afewerki, dictador de Eritrea desde que ese país se separó de Etiopía a principios de los ’90, acumulando denuncias de violar los DD.HH.
También votó de manera funcional al régimen venezolano Muhammadu Buhari, quien había gobernado Nigeria encabezando una dictadura militar entre 1983 y 1985, regresando al poder por las urnas hace cinco años. Buhari es responsable de dos masacres de musulmanes nigerianos.
En el mismo grupo está Narendra Modi, primer ministro indio que expresa el ultranacionalismo religioso y azuza el odio de los hinduistas a musulmanes, sikhs y otras minorías.
Aunque los dirigentes que atacaron a Alberto Fernández sólo mencionaron a López Obrador, votar contra los informes de Bachelet hubiera implicado votar como esos exponentes del autoritarismo ultraconservador. Y es falso decir que denunciar las torturas, desapariciones, asesinatos y otras atrocidades cometidas por el régimen, es “intervencionismo”.
Los gobiernos kirchneristas se pronunciaron en la OEA contra el golpe del Congreso hondureño a Manuel Zelaya y pusieron el grito en el cielo contra el estropicio institucional que cambió a Fernando Lugo por Federico Franco en la presidencia de Paraguay, además de haber presionado al gobierno anterior para que reclamara la libertad de Lula, y aplaudir que Alberto no reconociera a Jeanine Áñez como presidenta interina de Bolivia. En todos esos casos, el kirchnerismo tuvo lógicas y visibles razones justificando sus pronunciamientos.
Pero aquellos pronunciamientos resaltan la hipocresía de calificar como injerencia denunciar los crímenes sistemáticos del régimen venezolano.
Chávez financió con petróleo y facilitación de negocios la construcción de liderazgo a nivel regional. Fundida PDVSA, el régimen residual siguió financiando lealtades con dinero proveniente del contrabando de petróleo, vínculos con narcotraficantes y “regalías” de mafias que explotan de manera ilegal la minería en la cuenca del Orinoco. Ese dinero negro colmando valijas como las de Antonini Wilson, además de la posesión de secretos comprometedores, parece una explicación lógica para actitudes inexplicables, como la embestida contra Alberto Fernández para defender lo indefendible. Lo del intervencionismo y la ideología suena a coartada.