El dato ya no sorprende: en enero la inflación fue 6% en el país y 5,1% en Mendoza. Tampoco sorprenderá la de febrero: los economistas ya anticipan que será aún mayor. Si se lo mira interanualmente el número espanta: 98,8% de variación de enero a enero. Tanto no sorprende que, lejos de cuestiones metodológicas, la gente siente que esos números no reflejan lo que realmente pasa. En sus bolsillos es aún peor, cada vez alcanza para menos.
En cualquier país sensato sería el tema excluyente para los candidatos de los partidos políticos que aspiren a gobernar. No es el caso de la Argentina porque, si lo fuera, ya estaría resuelto o, al menos, en vías de solucionarse con medidas estructurales, reformas puntuales y un mínimo de políticas de Estado consensuadas por las principales fuerzas.
El paisaje del miércoles por la tarde en las calles del país era un reflejo. Las organizaciones sociales, surgidas al calor del estallido de la Convertibilidad y alimentadas exponencialmente desde el mismo Estado, salieron a reclamar por un supuesto recorte en la cantidad de planes sociales que manejan. La explicación oficial es otra: un relevamiento realizado por el Ministerio de Desarrollo Social de la Nación entre los beneficiarios del plan Potenciar Trabajo reveló que se pagaban 100 mil asignaciones cuyos titulares no existían.
La creación de trabajo formal, privado, de calidad es la supuesta aspiración. Pero con una economía sin acceso al crédito internacional, crédito nacional a tasas prohibitivas, restricciones de todo tipo, precios máximos y subsidios, la inversión extranjera fue, en 2022, la más baja en 20 años.
Así, la economía argentina es una de las menos competitivas de Latinoamérica. Aparece entre los tres últimos países de la región si se analiza la evolución de las exportaciones entre los años 2000 y 2021. En ese lapso, Perú y Bolivia multiplicaron por 7,5 sus ventas de bienes y servicios; mientras que Uruguay, Brasil, Ecuador y Chile lo hicieron por 4. La Argentina, en tanto, sólo multiplicó por 2,9, apenas por arriba de Venezuela que lo hizo por 2,3.
Inflación y empleo son asuntos que están en la agenda social desde hace décadas. Atraviesan trasversalmente la gestión de distintos partidos y políticas económicas: de los últimos 70 años nuestro país pasó 24 en recesión. En todo ese tiempo la imaginación de la dirigencia argentina ha sido de corto plazo, de vuelo raso. Se limita a llegar al poder, a ganar la próxima elección. Ninguno de los problemas que afectan al país y a su gente se resuelven en dos años.
Un sondeo divulgado en enero por la consultora iberoamericana “Mucho en común” confirma lo dicho. Los argentinos llegamos a los 40 años de democracia con la inflación, la corrupción y la pobreza como principales preocupaciones. Y los sentimientos que nos dominan son la incertidumbre, la bronca y la desilusión.
Con ese panorama, el grado de satisfacción con la forma en que funciona el sistema varía entre 70% que está insatisfecho o muy insatisfecho, y 30% restante que se muestra satisfecho o muy safisfecho. Además, 80% tiene ninguna o poca confianza en los partidos políticos y los tres poderes del Estado reprueban al calificar su funcionamiento.
No obstante, entre 60% y 66% de los consultados consideran que la democracia es la mejor o la forma de gobierno preferible. Todavía hay una oportunidad.
Nuestra clase política parece estar bajo una suerte de “síndrome de Papá Noel”. Creen que son elegidos para regalar, dar buenas noticias, tratar a la sociedad como si fueran niños a los que hay que conformar. Peor aún, creen que administrar racionalmente, aplicar las leyes de la economía, actuar con seriedad y responsabilidad los convierte en una suerte de imperdonables y aburridos conservadores.
Quizás por aquella frase atribuida al premio Nobel de Economía, Simon Kuznets: “Hay cuatro clases de países: los desarrollados, los subdesarrollados, Japón y la Argentina”, todo este tiempo le hemos echado la culpa a la economía. Kuznets quería decir que era difícil de explicar cómo Japón había logrado levantarse de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial para transformarse en una potencia global y, por lo contrario, la Argentina ha recorrido un camino casi inverso.
El desafío es épico. ¿Cómo proponer, en la era del streaming, un plan que implique reformas y cambios cuyos resultados recién se disfruten en el tiempo? Entre nosotros habrá que reformular aquella otra frase atribuida a James Carville, estratega de campaña de Bill Clinton en los ‘90. “Es la política, estúpido”, nos cabe mejor.