El debate que gira en torno al desarrollo de un país no es una particularidad argentina, y tampoco lo es el caos de preguntas y respuestas que se generan en las profundidades de dicho debate. En verdad, se sabe mucho menos de lo que se cree respecto de las estrategias eficaces para sortear las restricciones que presenta el camino hacia el desarrollo.
La escasez de certezas se debe, en parte, a la complejidad del asunto, la cual aumenta mucho más si se parte de una noción exigente sobre desarrollo que no haga referencia exclusiva a la generación de riqueza sino también a su distribución y a la preservación del medioambiente, por ejemplo.
No obstante, en Argentina, el debate exhibe un sesgo economicista que sofoca abordajes complementarios que ayudan a obtener un diagnóstico integral. Me refiero a los aportes interdisciplinarios que provienen, por ejemplo, del ambientalismo, de la sociología económica y política, o de la economía política del desarrollo.
Durante los últimos años de magro crecimiento en el país, la pregunta rectora ha sido la misma: ¿qué hacemos para generar más riqueza? En verdad, esta pregunta es ineludible, cualquiera sea el tipo de organización de una sociedad. Sin embargo, no es la única que importa. Es imprescindible considerar, además, interrogantes que indaguen por la condiciones sociales y políticas que inciden sobre una estrategia de crecimiento.
Resumidamente, estas condiciones refieren a los rasgos culturales de una población (que no son estáticos) y a los mecanismos (reglas, por ejemplo) que selecciona un gobierno para afianzar la sustentabilidad de un modelo de desarrollo mediante la cooperación preponderante de todas las partes que integran una sociedad, y no solo de aquellas que concentran poder de veto.
Resulta preciso considerar que Argentina interpone una variable en cualquier estrategia de crecimiento que se llama democracia, y que se mantiene constante desde 1983.
Esta situación, por ejemplo, la distancia del paradigma chino, donde además sobresalen rasgos culturales de la población que son muy distintos a los de la población argentina.
En nuestro país cualquier gobierno está obligado a impulsar la cooperación, y para hacerlo precisa de un conjunto de reglas básicas que generen motivación (o incentivos) para ser cumplidas y que, al mismo tiempo, sean cumplibles (más allá de la motivación).
Ahora bien, ¿qué sucede si aquella parte de la clase política que dirige una estrategia de desarrollo no muestra adhesión a las reglas que imparte? ¿Puede esperar cooperación? La respuesta es simple: no. Sin embargo, desde algunos espacios políticos este inconveniente suele presentarse como un asunto moral de escasa importancia que solo adquiere relevancia en discursos hipócritas, honestitas u oportunistas. Pero el asunto es más operativo de lo que se cree. Es decir, el apego a las reglas por parte de cualquier gobierno es una condición necesaria (no suficiente) para generar cohesión que, luego, pueda ser traducida en colaboración.
Es cierto: cualquier conjunto de reglas presenta dificultades. Acaso, ¿existe un conjunto de reglas que beneficie por igual a todas las partes implicadas?, ¿la vida en sociedad, al fin, no implica la convivencia de intereses contradictorios donde los escenarios de “ganancia para todo el mundo” son poco factibles? Es evidente: un modelo de desarrollo apoyado en reglas tiene problemas. Ahora, ¿qué sucedería si las reglas no existiesen? Así, volvemos al principio: no hay recetas y sobreviven muchas más dudas que las deseables. Pero llegado un punto, hay que elegir. Aun cuando no tenemos toda la evidencia que necesitamos, sabemos que precisamos del retorno a un sendero de desarrollo. Tenemos heridas abiertas que hay que necesitamos curar.
A modo de conclusión: cuando recuerdo que un ex presidente nos dijo, hace menos de dos décadas, que él formaba parte de una generación diezmada, a mí me asalta la pregunta por mi generación y suelo responderme que quienes hemos nacido luego del último retorno a la democracia integramos un conjunto de generaciones sometidas, en extremo, a la incertidumbre, al progresivo deterioro de las condiciones de empleo y a la acuciante angustia que genera el estado actual de la infancia y de la mujer argentina.
Es verdad: sin optimismo nada es posible, pero también es cierto que sin una perspectiva crítica respecto de nuestra Argentina (y del mundo), es probable que nada mejore. Lo diría así: sin optimismo no se puede, solo con optimismo no alcanza. Las generaciones nacidas tras el retorno último a la democracia en poco tiempo serán las generaciones que, en forma mayoritaria, tomen decisiones muy influyentes en relación con el desarrollo y con los problemas colectivos que hoy nos atraviesan. Contamos con el registro que nos ha dado la historia que ya hemos vivido para entender que debemos estar un paso más allá de algunos mandatos que heredamos de aquellas generaciones que se nutrieron y que se desarrollaron en una Argentina que ya no es. Estamos obligados a ser creativos y agudos para poder darnos un horizonte de desarrollo que nos devuelva a una Argentina respirable y disfrutable que nos permita sostener todo ese amor que aún le tenemos.
*El autor de la nota es Licenciado en Ciencias Políticas y Administración Pública por la UNCuyo.