El desierto de los escritores mendocinos

Antonio Di Benedetto es uno de los autores que ha sabido interpretar la imprevisibilidad de las interacciones en el desierto.

El desierto de los escritores mendocinos
Antonio Di Benedetto es uno de los autores que ha sabido interpretar la imprevisibilidad de las interacciones en el desierto.

El cine se ha encargado recientemente de mostrar en diversos géneros las vidas del desierto, o mejor dicho de los desiertos, mendocinos. “Tato” Moreno documenta la vida de una familia malargüina en “Arreo”, Pablo Brusa se adentra en la montaña desierta con su “Desertor”, y Tamae Garateguy lleva el desierto lavallino a una dimensión mítica en “Las furias”.

Como en notas anteriores, revisamos ahora la Literatura. Podemos leer los textos desde perspectivas nuevas en las que ese entorno –sumado a la montaña- no justifica la parquedad proverbial de los mendocinos sino que surge, en todo caso, como un espacio que se constituye a partir de interrelaciones. Siguiendo las ideas de la pensadora Doreen Massey, hay en cada espacio multiplicidad de voces, de trayectorias vitales; y de esa pluralidad que se interrelaciona surge la apertura a futuros inesperados.

Porque está agazapado detrás de las acequias, viñedos y alamedas, el desierto es bien visible en la literatura mendocina. Lejos de ser un horizonte paisajístico con ecos folclóricos, en cuentos y narraciones breves se advierte claramente esa constante interacción, construcción y multiplicidad del espacio.

Antonio Di Benedetto es uno de los autores que ha sabido interpretar la imprevisibilidad de las interacciones en el desierto. En “El juicio de Dios”, el jefe del ferrocarril en San Rafael sale en ayuda de un convoy perdido, y encuentra en cambio una familia de puesteros que quieren endilgarle una hijita. La narración transcurre “en pleno desierto”; y en ese entorno alejado de la ciudad se debe resolver el conflicto. De nada sirve allí la gorra con letras doradas. En el desierto se enfrentan Don Salvador, ese adelantado de la civilización con los atributos que le confiere el ferrocarril; y una familia con leyes propias, entre las que cabe dejar las decisiones en manos de un Dios azaroso. Maquinista, fogonero, guarda, jefe y peones del ferrocarril deben aprender a negociar con los habitantes del desierto a partir de una gorra que en otro ámbito indica autoridad; pero que en el desierto pierde su connotación habitual y deja lugar a lo impredecible.

Di Benedetto elige el secano de Lavalle para otro de sus cuentos, “Aballay”, que también tuvo la ventura de llegar recientemente al cine, en la película de Fernando Spiner. El Aballay literario comienza en la capilla de la Virgen del Rosario. En la celebración donde conviven la religiosidad popular y el paganismo de los excesos nocturnos, se entrelazan antiguas historias ejemplares de los santos con la de un marginal de nuestro desierto cercano. La penitencia que se autoimpone Aballay, confinándose a vivir sobre su caballo, lleva su microhistoria a un nivel macro: el gaucho penitente entreteje su vida con la de los estilitas de inicios del cristianismo. Pero también su fama crece sola en la inmensidad del desierto, y desde arriba del caballo se entablan las mínimas relaciones que se permite con otros seres humanos, para sobrevivir hasta el límite de su propia existencia, cuando se da cuenta de que “su cuerpo quedará unido a la tierra.”

Draghi Lucero.
Draghi Lucero.

El desierto de ambigua localización que recorre Aballay es escenario de las andanzas de otro héroe popular, el Santos Guayama, de cuyas varias apropiaciones literarias leemos aquí la de Bettina Ballarini en “Los ojos del desierto”. El bandido que “roba a los poderosos para distribuir el botín entre los más necesitados” es conocido por mentas, igual que Aballay, en el desierto mendocino; pero elevado ya al rango de santo popular, solo se deja ver a quienes tienen fe. En la narración de Ballarini, el espacio desértico se construye en la interacción de la alfabetizadora y los puesteros, del pasado mítico que pervive en algunas tradiciones y el presente que la maestra no quiere comprender mediante un “juicio enciclopédico”, porque igual que en “El juicio de Dios”, los azares del desierto no tienen explicación racional. Tal vez por eso pueden coexistir en trayectorias diferentes, que de vez en cuando se intersectan, la supervivencia descarnada y la visita del caballo “con apero chapeado” que trae la bienaventuranza para los lugareños; la profesora que no se desvela bajo la Cruz del Sur y la puestera Nazarena con su pequeño altar donde conviven desde la pluralidad de las estampas en la repisa, Perón, Eva, el Gaucho Lencinas, la Virgen del Perpetuo Socorro y San Roque.

La narradora del relato de Ballarini recuerda al Draghi Lucero de “El hachador de los Altos Limpios”: un profesor de ciudad que se interna en el mismo desierto, guiado por su padre Azahcomuate, para develar los misterios que sus colegas de la Universidad no quieren o no pueden comprender. Azahuate enumera a los héroes que tienen por esas tierras, desde Quiroga, la Martina Chapanay y el Chacho Peñaloza, hasta “el gran caudillo lagunero, el más célebre hoy en día, don José Santos Guayama…” Pero a diferencia de la maestra en “Los ojos del desierto”, el visitante en “El hachador de Altos Limpios” pierde el sueño a la medianoche y se le da contemplar al hachador ciego y “los caudillos de los llanos de otrora.”

Doreen Massey afirma que el espacio es la esfera de la posibilidad de que exista lo múltiple, y en esas relaciones entre distintas trayectorias vitales surgen prácticas nuevas, que permiten que las identidades y modos de ser de los lugares no sean estáticos. Y por esta constante creación, queda abierta la posibilidad de futuros inesperados que podrían restaurar aquello que observó en su noche oscura el profesor en el relato de Draghi Lucero: “el tronco del árbol herido, la inmensa llaga de todos los encuentros sufridos por la carne de un pueblo mal llevado.”

*La autora es Docente de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNCuyo. Conicet.

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