Cristina Kirchner agita la expectativa de una candidatura presidencial de la que muchos de sus seguidores descreen. Esa postulación es por ahora eventual, está en la niebla del discurso. En los hechos, su agenda sigue siendo la misma: urgida por las causas judiciales que la tienen como acusada, toda su energía está volcada en deslegitimar a los jueces.
Desde la perspectiva de su defensa técnica se está agotando la estrategia que eligió: la dilación perpetua. El recurso de postergación. En un diálogo reciente, los periodistas Diego Cabot y Gustavo Noriega describieron con precisión esa metodología. La dilación como principal defensa genera una distancia social sobre los hechos. Para la gente común, instaura una confusión sobre lo que se juzga, porque durante un largo tiempo lo único que se conoce son vericuetos procesales. No hay un juicio, sino un metajuicio.
Esa búsqueda intencional y programada del olvido fue interrumpida en la “causa Vialidad” por el alegato del fiscal Diego Luciani, y el momento de la sentencia se aproxima con una velocidad que crispa a la vicepresidenta. Comienza diciembre, el mes de la absolución o la condena.
Se trata de un fallo que tendrá consecuencias: si la expresidenta es condenada por administración fraudulenta en favor de Lázaro Báez, será lógico revisar el sobreseimiento que ella obtuvo en la causa donde se investigaron los favores recíprocos de Báez a la familia Kirchner, en hoteles de la Patagonia. Y si hay un precedente por asociación ilícita, incidirá en el desarrollo de la “causa de los cuadernos”, que reveló una trama más extensa y opaca de vinculaciones públicas y privadas en la Argentina.
Ante esto, a Cristina Kirchner le urge socavar la credibilidad de quienes la juzgan. Toda su energía está puesta en tratar de convencer a una sociedad descreída de que no cometió ningún delito y que los jueces son instrumentos de una conspiración para proscribirla en el espacio democrático. Siendo hoy vicepresidenta en ejercicio del poder, necesita proyectar una candidatura a futuro sobre la cual podría configurarse, de manera eventual e imaginaria, el extremo de una proscripción inexistente.
Cristina Kirchner quemó sus naves cuando en diciembre de 2019 renunció a una defensa técnica y, envalentonada por su regreso al poder, gritó que la historia ya la había absuelto. Como ahora es momento de hacerse cargo, proliferan sus embestidas contra el Poder Judicial con una magnitud y virulencia apenas vista.
Patente de corso
Una jurista prestigiosa, María Angélica Gelli, recordó esta semana el discurso del expresidente Juan Perón al inaugurar las sesiones legislativas de 1946, cuando dijo que la independencia del Poder Judicial “no puede ser eficaz si sus ideas y sus conceptos no marchan al compás del sentimiento público”. Esa noción del sentimiento público es un significante vacío. ¿Quién lo define? ¿Una mayoría electoral que puede ser cambiante? ¿Quién lo interpreta? ¿Un líder que se perciba a sí mismo como principal destinatario del espíritu del pueblo?
Después de aquel mensaje vino, recuerda Gelli, el primer juicio político a miembros de la Corte Suprema de Justicia para la conformación de una mayoría absoluta funcional en el máximo tribunal del país. Con todo, el discurso de 1946 suena casi como un aviso de cortesía si se observa el pantano de destrato institucional en el que se zambulle Cristina Kirchner.
Por instrucciones que ha impartido en el Senado, la Corte Suprema de Justicia está funcionando con una vacante que al oficialismo no le interesa cubrir. La Procuración General persiste con una subrogancia porque el Presidente envió un pliego que el Senado nunca quiso considerar. En la búsqueda de deslegitimación al Poder Judicial en su conjunto, la vicepresidenta también recurre a la dilación como recurso. Lanzó proyectos inviables para convertir a la Corte en un tribunal chavista, con una veintena de miembros, y para atacar la estabilidad que necesita el Procurador General. La última asonada fue contra el Consejo de la Magistratura. Subdividió su bloque en el Senado para escamotear la banca que le corresponde a la oposición. Ante el reclamo del bloque afectado, la Corte le advirtió a la vice que la condición mayoritaria no habilita para actuar con patente de corso. A la primera de cambio, la vice reincidió en la piratería.
La búsqueda de deslegitimación ha contagiado también la causa donde la ciudadanía espera que se esclarezca quién y por qué quiso atentar contra la vida de la propia vicepresidenta. Como la jueza María Eugenia Capuchetti no obedece al libreto oficial -que arguye una conspiración política donde los hechos sólo muestran una banda de desahuciados- el kirchnerismo la hostiga a diario. La jueza sólo puede hablar por sus fallos. Está sometida a un doble ataque: si se agravia, le pedirán otra vez que se excuse. Si desoye los ataques y se concentra en los hechos, el oficialismo tergiversará esa actitud como prueba de un compromiso con los autores de una conspiración imaginaria.
Cristina ha resuelto que incluso el juicio donde se investiga el atentado que sufrió se convierta en un metajuicio. Un valle procesal, como describe Cabot. Otro factor de deslegitimación, en la búsqueda de conseguir un Poder Judicial neutro o amigable en materia de corrupción administrativa, como explica Gelli.