El documental estrenado por Netflix, “Woodstock 99: Fiasco total”, aparenta ser un colorido musical… pero es a todas luces una película de terror.
Es la historia del festival que quiso reeditar en 1999 el clásico Woodstock de 1969. Pero esta vez, el evento que reunió medio millón de personas durante tres días, terminó con violaciones en masa, más de 10 autos y trailers quemados, saqueos y toda la estructura del show (escenario, sonido, y unos ingenuos murales con consignas pacifistas) destrozada por la turba.
Los villanos de este thriller podrían ser los cientos de jóvenes que, en la Norteamérica frívola de Clinton, poco y nada adherían a los conceptos de paz y amor que quisieron extrapolarse de los “sixties”. Aunque también “el malo” de la peli podría ser la empresa organizadora que calcinó a la multitud de espectadores durante tres días, sobre un mar de basura, baños deficientes, agua contaminada y precios altísimos. Claro, con la complicidad de nulos controles del estado. ¿O la causa de la revuelta fue el contexto machista y violento de los Estados Unidos del siglo pasado y unos artistas que poco les importaba lo que pasaba debajo del escenario? El villano son todos y ninguno.
El documental es interesante, vibrante, revelador, porque marca una época, nos pinta como civilización (o barbarie) y aunque usted no lo crea, traza paralelismos con la tragedia más grande que vivió el rock argentino, Cromañón.
De Jimi Hendrix a Korn, de Café Einstein a Cromañón
Dirigido por James Crawford, la cinta arranca narrando la historia del Woodstock original. El mentor fue un joven de 26 años, Michael Lang, quien convocó a súper figuras como Jimi Hendrix o Creedence a una granja de las afueras de New York. Asistieron miles de personas, algo que no estaba previsto y que entregó esas postales de cuerpos desnudos bailando en el barro, con la v de victoria señalando el cielo. Fue a la postre el emblema de paz y amor de una juventud que quería expresarse contra la guerra y las viejas culturas violentas.
Para tirar paralelas, algo similar a lo que sucedió con fenómenos culturales que marcaron época en nuestro país, como el festival BA Rock (1970); los míticos recitales ochenteros del Café Einstein o de Cemento de Omar Chabán; o en Mendoza, la explosión anti dictadura del Amnesty (1988) con Sting y Bruce Springsteen, entre otros. Una nueva juventud que a través de la música imponía una nueva mentalidad.
El problema es cuando esos mismos productores, adalides culturales como Lang o Chabán, quieren trasladar aquel éxito genuino a épocas recientes, y convertirlo ya en una búsqueda concreta de negocio económico.
Fue lo que pasó con Woodstock 99. Se metieron 500 mil personas en un hangar de concreto, con altas temperatura, prohibiéndole a la gente que entrara con comida y bebidas, ya que todo se vendía en los stands del festival, a precios que de hippies no tenían nada. La música y los músicos también cambiaron. De aquellas canciones pacifistas a la escena post grunge de los 90 (Korn, Limp Bizkit, entre otros), que apelaba al cinismo, la revuelta, y la expresión de lo instintivo. Por ejemplo, cuando se necesitó apaciguar a un público exacerbado, enojado con la producción, los artistas no hicieron más que echar nafta al fuego. El último tema de los Red Hot fue “Fire”, justamente, mientras la gente quemaba todo lo que estaba en pie.
Durante los tres días, muchos de las chicas y chicos se desnudaban emulando las postales del Woodstock de los 60, pero ahora inmersos en un contexto machista y perturbador, con miles de jóvenes que se tomaron aquello como un “todo está permitido”, sin que importara el consentimiento del otro. Uno de los saldos más tristes de la tragedia de Woodstock fue la gran cantidad de denuncias de violaciones que empezaron a inundar las estaciones de policía los días siguientes.
Michael Lang y Chabán, un destino
Es cierto. Es imposible comparar Woodstock 99 con nuestra tragedia de Cromañón (2004); pero hay semejanzas que echan luz. Omar Chabán nunca entendió a ese nuevo público de la argentina desesperanzada del 2001, que contrastaba con aquel de la primavera alfonsinista. Nunca entendió cómo las masas no escucharon sus pedidos de evitar la pirotecnia. Un público que estaba inserto en una cultura del “aguante”, futbolizado (muy diferente al under creativo de los 80) que fue a su vez, no nos confundamos, era un gran negocio para los productores… Altísima convocatoria y pésimas condiciones para el espectador, todo eso regado con controles oficiales que miraban para otro lado. Te tratan como hincha y no como cliente. Pero la plata se la llevaban igual. Algo similar al Woodstock 99, que tuvo la mira puesta solamente en la recaudación.
Cromañón se incendió, intoxicó y mató porque no se respetaron normas que nadie controlaba. Porque ganó la ambición y una cultura de la indiferencia que duele. Porque no hubo conciencia en el que tiró la bengala ni en el que hacinó tanto pibe en tan poco metro cuadrado. Son marcas de la historia, mojones, que nos hablan de lo que fuimos y lo que somos.
El epílogo de esta historia también dibuja paradojas. Michael Lang (77) murió el 8 enero de este año, en silencio, víctima de una rara forma de linfoma de Hodgkin. La misma enfermedad que, en 2014, le quitó la vida a Chabán (62), mientras penaba prisión domiciliaria.