Resulta inquietante que un líder norteamericano esté expresando deseos expansionistas mayores a los que tuvo el Gengis Kan, quien partiendo desde la estepa de Mongolia llegó a conquistar toda China, el Imperio Persa, Turquía, Irak y buena parte de Rusia.
El expansionismo territorial que ocasionó tantas guerras desde el siglo XX hacia atrás, revivió en el siglo XXI con Vladimir Putin invadiendo a Ucrania y amenazando con incluir en su mapa a Moldavia y los países Bálticos; Netanyahu y sus socios fundamentalistas colonizando Cisjordania para recupera Samaria y Judea, y Xi Jinping preparando la invasión a Taiwán mientras acerca las fronteras marítimas de China a las costas de Filipinas, Japón, Malasia y Vietnam.
Hasta aquí, lo de Donald Trump está sólo en las palabras. Pero que en la antesala de su regreso a la Casa Blanca, esté describiendo una expansión que triplicaría el actual territorio de Estados Unidos, debiera resultar oscuro y preocupante.
Su pretensión de “confiscar” el Canal de Panamá carece de sustento en el Derecho Internacional. En todo caso, a diferencia de lo que planteó sobre Canadá y Groenlandia, hay una historia que no le da la razón pero da una lógica a semejante aspiración: vislumbrando el valor económico y geopolítico de un paso que conecte los dos océanos, Washington horadó el vínculo entre la por entonces llamada Nueva Granada y Colombia, a la que había adherido voluntariamente ni bien se independizó de España en 1821.
La llamada “Guerra de los Mil Días” con que amaneció el siglo XX en Colombia allanó el camino para que, en 1903, Panamá se independizara. El proyecto del canal interoceánico existió en Estados Unidos antes de que exista Panamá. Y lo construyó ni bien cayó en la bancarrota la empresa francesa que había comenzado a construirlo en 1881. Eso, en todo caso, le da algún marco histórico a la intención retrotraer la situación al tiempo previo al tratado firmado por Jimmy Carter y Omar Torrijos. No obstante, un marco histórico no implica un derecho ni una justificación.
En el caso de Groenlandia, ni siquiera hay marco histórico que justifique incorporarla a la super-potencia norteamericana, aunque lo que propone Trump no es anexarla por la fuerza sino comprarla a Dinamarca.
Lo planteado por el magnate neoyorquino sobre Canadá, país al que quiere convertir en el Estado 51 de la Unión, tampoco tiene una lógica histórica, más allá del origen de ambos países bajo la misma potencia colonial: Inglaterra.
Los primeros pobladores de la isla más grande del mundo fueron de la etnia inuit, despectivamente llamados esquimales (comedores de carne cruda). En el siglo X llegaron los escandinavos en los barcos vikingos capitaneados por Eric el Rojo, el primer europeo en pisar territorio americano. Por eso, tres siglos más tarde, Groenlandia pasó a integrar el Reino de Noruega, que por entonces incluía a Dinamarca.
Cuando Noruega y Dinamarca se separaron en la segunda década del siglo XIX, Groenlandia quedó bajo soberanía danesa.
Es la tercera vez que un líder norteamericano pretende comprarle Groenlandia a Dinamarca. El primero fue el presidente Andrew Johnson en 1867, el mismo año en que le compró Alaska al zar Alejandro II a precio de ganga (unos cien millones de dólares actuales). A la segunda oferta la hizo Trump en su primer gobierno, encontrando un rechazo tajante tanto en Dinamarca como en Groenlandia. Pero esta vez, Trump eligió otro camino que no pasa por Copenhague: envió a su hijo a Nuuk, la capital de la isla, a convencer los groenlandeses de la supuesta conveniencia de incorporarse a Estados Unidos.
Trump quiere hacer con Groenlandia lo que Cleveland, McKinley y Theodore Roosevelt hicieron con Panamá: alentar el separatismo.
¿Por qué le interesa ese territorio? La razón que dará oficialmente es geopolítica: Rusia está avanzando con instalaciones militares sobre el Ártico, por lo tanto Estados Unidos necesita fortalecerse en el Polo Norte. Pero, seguramente, lo que más le interesa es la riqueza minera y petrolera de Groenlandia y, sobre todo, los mares de arena útil para la construcción que va quedando al descubierto con el derretimiento de los glaciares por el cambio climático.
Los 65 mil habitantes de la isla más grande del mundo podrían tentarse con lo que les prometa Trump. Lo inconcebible es que pueda convencer a los canadienses.
Durante la guerra por la independencia, las trece colonias de la costa Este intentaron conquistar Quebec y Montreal, procurando que los franceses de esos territorios se sumaran a la lucha contra Inglaterra, pero fueron repelidos. Y en el Tratado de París que definió en 1783 las fronteras entre el flamante Estados Unidos y los dominios británicos del norte, quedó establecido el territorio que, casi un siglo más tarde, sería Canadá.
Hablar de Canadá como si fuera un estado fallido de América Central, como hace Trump, resulta desopilante. Tan desopilante como aterrador es que un gobernante norteamericano se proponga un expansionismo que superaría los records de los césares romanos, Alejandro Magno, los sultanes otomanos, los zares Pedro el Grande y Catalina II, los líderes soviéticos y el mismísimo Adolf Hitler.
* El autor es politólogo y periodista.