Alberto Fernández habla a la mañana y habla a la tarde. Da una, dos, tres entrevistas en una semana. Avanza, retrocede y se contradice en cada aparición. Apoya decisiones de Cristina, aunque vayan en contra de sus objetivos, y las hace propias. Deja que sus ministros lo desmientan, sin consecuencias para ninguno.
El estilo del Presidente es un misterio, si es que lo tiene, y su gestión fue en los últimos tiempos una sumatoria de gaffes que pusieron en duda incluso su autoridad, como si aquel que asumió hace 1 año se hubiera ido deshilachando a medida que las complicaciones de la gestión y las zancadillas internas fueron dejando expuestas sus flaquezas de conducción.
Fernández y su presidencia tienen una “mancha de nacimiento”, quizás más grave aún que el hecho de que su candidatura haya sido decidida por la que ahora es su vicepresidenta pero antes fue su archienemiga y más atrás en el tiempo su jefa: él nunca se planteó llegar al lugar que ocupa ahora, nunca ni siquiera soñó con ser presidente algún día.
Las carreras políticas se alimentan de ambiciones, proyectos y hasta de un cierto grado de locura. Hay que reunir todas esas condiciones para plantearse ser presidente de este país cuyos días parecen transcurrir a bordo de una montaña rusa.
La historia muestra que todos los que llegaron a ese sillón pelearon por sentarse allí. Es cierto, muchos tuvieron un “padrino” que los ayudó. De hecho, Néstor Kirchner llegó por decisión de Duhalde y Cristina, porque su esposo lo decidió. Pero antes de ese instante en que la suerte jugó a su favor, desearon serlo y lucharon.
Es cierto, los resultados dejan en evidencia que toda esa experiencia y ambición no bastan. Pero salvo el caso de De la Rúa, a ninguno antes de Fernández se lo puede acusar de no ser el que mandaba en su tiempo.
En el caso de Fernández, nunca se arriesgó a nada de lo que hicieron sus antecesores, empezando de abajo una carrera de cargos electivos que lo guiara a la Rosada. Su ambición se limitó a secundar a los líderes, a armar en las sombras, a tejer vínculos y ser un eficiente gestor de la política.
Sin la ambición, sin el proyecto y sin ese grado de locura necesarios, tenemos lo que ocurre ahora: un presidente que no puede liderar a la coalición cuya listas encabezó, un presidente que no pudo armar un espacio interno, un presidente que no puede comandar un gobierno superpoblado de ministros, un presidente que se parece más a un jefe de gabinete que sale a defender la gestión de otro.
La decepción a estas alturas, y con sólo 1 año transcurrido, no sólo es palpable en los que lo votaron por creer que venía a poner fin a la grieta. La decepción se nota incluso en la tropa propia, que se esfuerza por encontrar argumentos para defenderlo y termina apelando a la pandemia como la gran excusa de la falta de éxitos.
Un dirigente de peso en la estructura del PJ mendocino actual, que como todos los militantes creía en Fernández, lo admite con una definición contundente: “El problema es que este es un gobierno de nadie. Massa no lo siente como propio. El kirchnerismo tampoco. Ni el albertismo siente que sea ‘su’ gobierno”.
Las idas y vueltas con la Sputnik V, la fecha de la vacunación, la efectividad en los mayores de 60 y todo el papelón fueron consecuencia de los anuncios apurados, exigidos, del propio Presidente, que parece impelido todo el tiempo a dar buenas noticias, aunque no sean ciertas.
Fernández, que llegó con fama de político de raza, ha roto en este tiempo todos los manuales de la política: se puso plazos que sabía no podría cumplir (anunció la llegada de la vacuna cuando aún no firmaba el acuerdo con Rusia), apareció en fotos militando en contra de proyectos que su propio gobierno impulsa (como las granjas de cerdo chinas) y habla todo el tiempo, cuando debería reservarse para sí solamente las concreciones y la última palabra en temas centrales.
Es cierto, se puede alegar que Cristina no lo ayuda con sus críticas furibundas al gabinete y a la Justicia, con las modificaciones de planes del Ejecutivo como el ajuste de las jubilaciones y las tarifas. Pero es Fernández quien dice y se desdice, y mientras se enreda y nos enreda con sus palabras, pierde autoridad y a la vez horada la figura presidencial.