Entre cientistas políticos parece haber, al menos, un consenso: que los cambios culturales son los más difíciles de concretar. Un ejemplo de “éxito” en esa línea sería el Japón de la segunda posguerra mundial que, aunque conserva rasgos típicos de su cultura ancestral, se “occidentalizó” hasta ser uno de los países que lidera la economía global. Por el contrario, un ejemplo de rotundo fracaso fue el intento de “democratizar” Afganistán como parte de la guerra contra el terrorismo que lanzó Estados Unidos luego de los atentados del 11 de septiembre de 2001 a las Torres Gemelas y el Pentágono. Las víctimas que dejaron ambos procesos de imposición se cuentan por millones.
Con un mega-decreto de necesidad y urgencia (el DNU 70/23) y una mega-ley (titulada Bases y Puntos de Partida para la Libertad de los Argentinos) de aspiraciones fundacionales, el presidente Javier Milei parece haberse lanzado a una aventura reformista de una amplitud y profundidad que confronta a nuestra sociedad con, al menos, un desafío contracultural. Milei justifica ambas iniciativas en que su gestión debe resolver una crisis económica que califica como “la peor de la historia”.
La pregunta que surge es si la mayoría que votó a Milei en el balotaje lo hizo para que encabezara una cuasi revolución (“trotkismo liberal” la denominó, con astucia, un peronista que se cuenta entre quienes, al menos inicialmente, están decididos a acompañar esta gestión) o sólo -y nada menos- para que encauce una economía desquiciada y al borde del abismo, sacando del poder a quienes, de una manera u otra, lo tuvieron durante los últimos veinte años.
En este sentido, algunas consultoras ya empiezan a detectar una caída en la imagen del presidente Milei, pese a que el respaldo general no baja de 55% y que un porcentaje similar dice apoyar los cambios que impulsa. Con un detalle: cuando la consulta se refiere a si estos deben alcanzar su propio ámbito de acción o de consumo, ese respaldo cae sensiblemente. “Cuando muchos argentinos se empiecen a dar cuenta de que van a pagar el ajuste, va a cambiar la ecuación” había dicho Alejandro Catterberg, titular de Poliarquía, horas después de la asunción del mandatario.
Estamos ante un Gobierno que, un mes después de asumir, no logra designar a la mayoría de los titulares de organismos nacionales en Mendoza, algunos tan relevantes como el INV, Vialidad Nacional, el PAMI y la Anses. Las vacantes a cubrir son alrededor de ochenta e incluyen, entre otros, a la AFIP, la agencia del Ministerio de Trabajo, Migraciones, el Enargás y el Enacom. ¿Improvisación? Posiblemente. ¿Falta de dirigentes propios capacitados? Sin dudas. Lo llamativo es que al gobernador Alfredo Cornejo, quien pretende influir en algunas de esas designaciones, le ocurre algo similar: aún no completa cargos en segundas líneas en dos de los ministerios de su administración.
El Frankenstein político que resultó del agotador año electoral pasado alumbró un presidente en extrema debilidad en el Congreso (con apenas un puñado de diputados y senadores propios) y sin poder territorial concreto. En ese contexto se hace imprescindible la construcción de consensos reales y duraderos que permitan superar la “herencia recibida” e indiquen un rumbo futuro que no sea alterado por la próxima administración. La paradoja es que eso está en manos de un presidente que durante la campaña prometía motosierra y eliminar todo aquello que no coincida con su forma de entender la política y la vida.
“¿Ustedes creen que van a poder gobernar en estas condiciones? ¿Qué equivocados están?” lanzó de un modo que sonó a advertencia Leopoldo Moreau, quien supo ser radical, alfonsinista para más datos, devenido al kirchnerismo ultramontano. Ocurrió durante el plenario de comisiones que debaten la llamada Ley Ómnibus: “¿Cómo es posible que el Congreso delegue responsabilidades a quienes no saben ni explicar el ABC de lo que proponen?” sentenció pareciendo olvidar los estados de excepción con que gobernaron las cuatro gestiones K.
Así las cosas, la pregunta que flota es hasta cuándo durará la paciencia de una sociedad a la que se le pide atravesar un valle de lágrimas mientras se descargan sobre ella aumentos diarios de todo tipo que llevaron la inflación de diciembre a 25,5%, la más alta del mundo. Da la impresión de que las empresas de servicios públicos, las petroleras, las de medicina prepaga y las alimenticias, por enumerar los casos más relevantes, pretenden recuperar en apenas unos meses de “libertad” todo lo que se les retaceo durante décadas de precios controlados políticamente desde el Estado. ¿Todos juegan con fuego?
La mayoría de los argentinos decidió salir de lo que se coincide en caracterizar como la peor crisis desde el retorno de la democracia tirando una moneda al aire. Ahora, sólo resta esperar que nos acompañe la suerte.