Se hizo viral justo en esta semana de furia. El grito de Lionel, en realidad, no fue un grito. Fue una exposición algo nerviosa, tensa, pero firme, ante un auditorio de jóvenes, que después circuló por las redes sociales y se hizo noticia en portales informativos y audios en radios.
Este Lionel no es Messi, el más conocido, sino un chico misionero que va a 4to año de una escuela secundaria y que desde niño vive en Pampa del Infierno, una localidad chaqueña. “Estoy cansado de una Argentina sin futuro. Una Argentina donde los jóvenes quieren estar, pero sueñan y trabajan para irse porque ven que su país no va más”, lanzó.
La frase de Lionel Schroder estalló en la cara del gobernador Jorge Capitanich, quien lo escuchaba junto a su vice, sentado en una banqueta alta, a tono con el estilo que se impone para los actos de estas épocas. “La Argentina es un país rico donde la gente es pobre y depende de charlatanes” siguió desde su lugar en la mesa del Encuentro de Jóvenes del Norte Grande, que se realizaba en un polideportivo de Resistencia, la capital de Chaco.
Lionel sobrevoló la economía, los planes sociales, el mérito, cuestiones de género, el lenguaje inclusivo, la educación. Al principio los aplausos eran tibios, pero fueron ganando intensidad y, al terminar, varios hasta lo aplaudieron de pie, como si esa voz representara el pensamiento contenido de muchos más.
Justo en esta semana de furia sonó casi como un alegato. Con infinita menos repercusión e impacto institucional que el del fiscal Diego Luciani, que por estas horas conmueve los cimientos de la política argentina, pero de una hondura que asombra en tiempos de discursos “caseteados” por la corrección política y el oportunismo.
Hijo de un pastor evangélico y de una docente, Lionel hizo un contrapunto de clara resonancia ideológica. Etiquetarlo “de derecha” sería la salida más fácil y prejuiciosa para quienes prefieran desacreditar sus palabras (ya sabemos de la superioridad moral de que goza “la izquierda” entre nosotros) que, en realidad, expresan un reclamo para que los gobernantes vayan a lo importante, que se establezcan prioridades, que se construya una sociedad a base de, al menos, un puñado de valores consensuados.
“Al país lo vamos a cambiar nosotros, si aprendemos a pensar y a trabajar. Y a dejar de depender de los gobernantes mediocres que tenemos” dijo, sobre el final. Respetuoso, Capitanich se mantuvo serio. No lo vi aplaudir.
Lionel tiene 16 años y, en una posterior entrevista con un diario digital, dice que quiere estudiar Derecho y Psicología. Saco cuentas y pienso que Lionel debe haber nacido en 2006, en un país que, con grandes dificultades, salía del estallido de la Convertibilidad de 2002, del default de la deuda externa y de una brutal devaluación que llevaron el desempleo a 17,3%.
Nació en un país que, tras el ajuste a la fuerza, era empujado por el viento de cola del precio de las commodities que lo ayudaban a sostener superavits gemelos (comercial y fiscal) y que, entre febrero de 2002 y 2006, acumulaba un crecimiento ininterrumpido de la economía de 30%, que incorporó al mercado laboral a 2 millones de personas. Un país que mostraba números positivos: en 2007 el desempleo era de 8,5% y hasta 2011 el PBI subió a razón de 7% anual pero que, ya en 2007, volvía a niveles de inflación que rondaban 20% anual.
Al Lionel niño, entonces, le tocó crecer en el país del estancamiento. Se desbocó el gasto público (principalmente por los subsidios a las tarifas y el gasto previsional), se esfumaron los superávits (primero, el comercial y, luego, el fiscal), se volvió a recurrir al endeudamiento con el FMI, llegó la pandemia de coronavirus y entre 2011 y 2021 el PBI per cápita se redujo 16%, según un trabajo de la consultora Ecolatina. Así, la Argentina cayó al puesto 175 en el ranking de crecimiento durante esa década “estancada”, entre un total de 192 países.
El grito de Lionel se escucha en medio de la fragmentación social a la que condujo la lógica amigo-enemigo que se instaló desde el poder político, de los odiadores reales o boots que atestan las redes sociales, de la grieta que forma trincheras ante cualquier asunto de discusión pública. Acaso sea un pedido para un reseteo cultural que nos devuelva, al decir del historiador Luis Alberto Romero, “la Argentina buena”.
Aquella que se construyó -con múltiples conflictos- a partir de un Estado que impulsó la transformación social con inversión en infraestructura (trenes, puertos, rutas) para integrar el país y activar la producción, con el esfuerzo de millones de inmigrantes y de argentinos que creían en el trabajo y el mérito como medio para que sus hijos estuvieran mejor que ellos y con la educación pública como, quizás, la medida más progresista de nuestra historia. La Argentina de la movilidad social ascendente, esa que comenzó a esfumarse a fines de los ‘60.
El grito de Lionel es para que despertemos y construyamos la “Argentina buena” del siglo XXI.