Hace algún tiempo comentamos en estas notas una película (”Poder que mata”, Sidney Lumet, 1976) donde un ignoto predicador televisivo (una especie de showman mediático con tendencias místicas), a punto de ser despedido, decide dar su adios diciéndole a los televidentes, en su último programa, que está furioso y que quiere que todos salgan a las ventanas de sus casas y simplemente griten: “Estoy harto y no quiero seguir soportándolo”. De un momento a otro, casi todo EE.UU. se ve interpelado por ese grito y lo multiplican por millones con lo cual el tele-predicador se convierte en un personaje exitoso y poderoso, que enfatiza más y más ese costado místico, por el cual cada vez mayor apoyo popular recibe.
Lo curioso es que jamás el predicador se pregunta de qué están hartos los televidentes, ni los televidentes contra qué hartazgo predica el predicador. Cada uno tiene su propio, particular e individual hartazgo y eso hombre es la viva expresión de todos ellos.
Javier Milei, como el predicador televisivo, no es causa de nada sino efecto de todo. Es la consecuencia directa de un estado de ánimo popular comprensible pero imposible, y él devino en el líder comprensible pero también imposible de la mayoría de la gente. Es una creación colectiva de miles de individualidades dispersas que están todas enojadas por infinitas razones. Y en eso se parece al predicador televisivo. Proclamar la bronca, en la película y en la realidad, es más importante que el contenido del reclamo. Por eso la furia puede ser dirigida por igual hacia la casta o hacia periodistas prestigiosos como Lanata, Fernández Diaz o Morales Solá que ya criticaban a la casta cuando Milei era todavía un desconocido. El profeta insulta a quien quiere. Porque lo importante no es a quien insulta, sino que no deje de insultar. Para seguir alimentando la furia que le da sustento.
Esa extraña realidad donde todos están enojados con todos es producto del absoluto delirio en que se convirtió la política argentina durante el gobierno de Alberto Fernández. Donde más que estar a favor o en contra, no se podía estar de ninguna manera. La gestión de Alberto fue un asalto a la razón. No solo por haber perdido el control de la economía, sino también por haber devenido un desgobierno donde nadie mandaba, hasta que tomó el timón Sergio Massa que para intentar recuperar el orden, profundizó el caos liquidando lo poco que quedaba del Estado con fines puramente electorales. Un despilfarro tan descomunal que no dejó nada en pie. Transformaron a la Argentina en un imposible.
El peronismo ya había hecho una vez algo parecido en los años 70 cuando Isabel Perón perdió el control del gobierno y generó el caos. También en ese tiempo el país devino imposible pero entonces la condición de posibilidad apareció a través del horror, pasivamente aceptado por una sociedad, en ese entonces más agotada que furiosa. Hoy, en cambio, está pura y literalmente furiosa. Y ha gestado una criatura que expresa todas sus furias.
Entre Alberto Fernández con su impotencia, Cristina Kirchner con su inacción y Sergio Massa con su electoralismo demencial, destruyeron el Estado y sumieron al país en una anarquía como la que había en 2001/2 y un desgobierno como el que había en 1976. El infierno en la tierra. El peor de los mundos. Los argentinos querían votar lo que menos se pareciera a esos años de delirio y de locura. Y encontraron en Milei a su mejor expresión. A quien parecía ser el que mejor los rechazaba con su actitud. Más que querer sustituir al delirio por la razón (que aparecía como débil, tibia, incapacitada para frenar tanta locura) se lo quería sustituir por un delirio contrario.
Y eso se debe a que durante esos cuatro años (consecuencia final de varios gobiernos anteriores) se fue reconstruyendo la anarquía de nuevo en la Argentina hasta que fundieron el Estado. Alberto no ejerció nunca la conducción y Cristina, no es que gobernara debajo del trono, sino que lo único que hizo fue limitarse a criticar esa no conducción creada por ella misma (con lo cual aumentó la no conducción y la anarquía consecuente). Cuando Cristina designó al títere lo quería más para una solución judicial personal que como instrumento para luego volver al poder. Por eso llegó un momento en que nadie se hizo cargo del gobierno y el que lo intentó fue para hundirlo aún más. Y quizá lo que menos pueden soportar los argentinos es la anarquía. Pero la paradoja es que a quien votaron para vencer la anarquía es a un anarquista. Propio de la desesperación que se fue gestando en el país. Debe reconstruir el Estado alguien que conceptualmente quiere destruirlo porque lo considera la causa de todos los males.
En otros palabras, Milei se propone terminar con el Estado pero los que en verdad terminaron con el Estado fueron los kirchneristas en su última gestión. Por lo que ahora, en vez de acabar con lo queda del Estado hay que reconstruirlo, aunque sea otro Estado. Pero no ningún Estado. Milei propuso un imposible para ganar la elección e incluso lo sigue sosteniendo para supuestamente mantener su popularidad en el poder, pero si no lo convierte en algo posible será víctima de su propia decisión. Es un hijo de la furia que debe terminar con la furia que lo creó. Es un anarquista que debe terminar con la anarquía que lo precedió. Es un personaje shakespeariano. Debe hacer infinitas cosas diferentes a las que propone.
Vivimos una situación imposible porque tal estado de furia (del cual participan por igual el líder y los liderados) no contiene en si mismo ningún tipo de solución a los millones de hartazgos individuales ni al colectivo generado por el kirchnerismo. La furia no es ningún remedio y si se insiste mucho en ella puede ser la prolongación de la enfermedad si no se transforma en propuestas.
Milei es un hombre dual que reivindica el liberalismo económico de Alberdi, al cual está intentando aplicar más o menos como en todos los países que salieron de las crisis populistas con recetas ortodoxas, ordenando la economía desquiciada e intentando detener el colosal e irracional gasto público y la descontrolada emisión a la que en 20 años el kirchnerismo empeoró cada vez más hasta llegar al borde del estallido. Pero a la vez es un estricto y acabado populista en sus declaraciones no económicas. En cuestiones institucionales lo mismo que el kirchnerismo dice por izquierda, él lo dice por derecha. Menos mal que hasta ahora, cuando menos por la correlación de fuerzas desfavorables, pocas de esas declaraciones puede convertir en realidad. Pero las palabras, sobre todo en manos de un presidente o de alguien con mucho poder, muchas veces son hechos o generan hechos.
Es también un argentino típico proclive a la desmesura. Todos los días se autoelogia diciendo que es el primer presidente liberal libertario de la historia de la humanidad. El que hizo el ajuste más grande del mundo. El que tiene una de las mejores imágenes del mundo. Es más Maradona que Messi. Es el clásico argentino que se hace el guapo con actitud permanente de “lo vamo’ a reventá'”, como también se hacía Néstor Kirchner.
Como Menem, quiere ser partícipe de primer orden a nivel internacional pero tiene un país que no lo es en absoluto. Menem para sobreactuar con Bush creyó sentirse su igual pero el yanqui lo usó para que contrabandeara armas para él y su país. Él se consideraba igual a Bush pero Bush no lo consideraba así. Siguiendo esa línea, las actitudes internacionales de Milei son tan enfáticas en sus apoyo como en sus rechazos, ambas innecesarias porque nos comprometen en exceso o nos hacen pelear en exceso. Como que no se tuviera una visión de nuestro real lugar en el mundo.
Ataca al kirchnerismo pero en un solo sentido: porque dice que al fortalecer el Estado los K fortalecieron la corrupción, pero solo se refiere al tema estructural, y muy poco al tema del delito que encierra la corrupción. Para Milei, lo inmoral no es tanto la corrupción, lo inmoral es el Estado y la corrupción es su consecuencia inevitable. Como si entre los anarquistas o entre los que no son estatistas no pudiera haber corrupción, solo por despreciar al Estado. La corrupción política tiene miles de causas aparte del estatismo, eso es de mero sentido común. Pero lo cierto es que a nivel de personas, él prácticamente no ataca a los kirchneristas, le digan estos lo que le digan. En cambio, ataca con saña feroz a muchos de los opositores que quieren colaborar con él. Y eso ya viene desde la campaña, donde atacó a Patricia Bullrich mucho más que a Massa, a quien hasta le pidió perdón por haber insultado al Papa. Y en la segunda vuelta se portó como un “gatito mimoso” con Massa. En parte porque Milei sabe insultar pero no polemizar (y Massa en eso es un profesional), aunque también en parte por consejo de Macri que le recomendó esa estrategia para ganarse a los moderados. Sin embargo, apenas ganó, de nuevo la emprendió contra todos los moderados. Más la Corte, más los periodistas, más los radicales que “no son de Alem”. Larreta para él es mucho más demoníaco que Cristina porque disimula más su “comunismo”. Es como que se imaginara un escenario donde sólo compitieran, como enemigos leales, los kirchneristas versus él solo, despejado el camino de todos los tibios que vomita dios, ya sea de JxC como radicales o todo gobernador que aún teniendo diferencias con él lo quiera ayudar.
La empatía es una actitud que le es enteramente ajena. No obstante su identificación con una inmensa parte de la sociedad es aún mayor que si tuviera empatía con ella. Pero no los une el amor sino la furia. No interesa tanto hacia donde o ante quien despliegue su furia, lo importante es que no deje de desplegarla. Es tanta la indignación popular que la gente ya ni siquiera mira a quien ataca, sino que lo que le importa es que ataque, que sea el hijo de la furia. Y que no deje de serlo.
En otras palabras, a los kirchneristas los ataca por ser estatistas más que por ser corruptos. Pero a los que piensan en algún modo parecido a él, si no piensan enteramente como él, los desprecia personalmente. A algunos los considera comunistas disfrazados, pero a la mayoría directamente los considera ensobrados o corruptos o imbéciles.
Aparte de no tener empatía no tiene la menor capacidad para escuchar o aceptar una crítica. El dice que acepta críticas aunque no mentiras, pero ocurre que para él absolutamente toda crítica es una mentira. No hay un ejemplo en contrario de lo que decimos. Y al enfurecerse insulta como cualquier malhablado hijo de vecino, cosa que difícilmente se le hubiera tolerado en otra época a cualquier presidente, pero ahora es casi al revés: como que si no insultara soezmente todos los días a todo y a todos, comenzaría a perder popularidad.
Este liberal en lo económico y populista en lo político y cultural es como si fuera, no una síntesis sino una mezcolanza de las dos Argentinas en las que no podemos dejar de dividirnos.
No le gusta que adoctrinen pero solamente cuando lo hacen con ideas diferentes a las suyas. Adoctrinar con sus ideas no es tal para Milei, porque eso es decir la verdad y la verdad no adoctrina, educa. Su visión del mundo es en exceso blanco y negro, carente de matices y de colores.
Ha dicho más de una vez que su contacto es directo con la gente y ve en las instituciones a un obstáculo para ese contacto. No hay nada más populista que eso.
Tiene una actitud avasallante, pero -a su favor- además de su furia que es el principal sostén de su apoyo popular, posee una firmeza de carácter (o una temeridad, según como se lo vea) que lo hace ir siempre adelante, a no atemorizarse cuando las cosas se complican. Él redobla la apuesta, a veces puede estar equivocado como cuando dijo que consenso es corrupción y rompió la posibilidad de aprobar la ley ómnibus, pero otras veces es útil porque demuestra autoridad. Y para salir de la anarquía la sociedad requiere orden y que el que ordene sea un líder firme, convencido de lo que quiere y dispuesto a seguir adelante con su proyecto, pese a todo. Y esa personalidad parece tenerla Milei. Es un anarquista de palabra, pero debe ser un ordenador de hecho, y el orden solo puede darlo un Estado funcionando. No el Estado actual pero tampoco ningún Estado. Su idea extremista de que el mercado no tiene fallas acaba de volar con los aires con la desregulación de las prepagas.
Macri quizá se equivocó en su presidencia por no haber hecho todo lo antipático que tenía que hacer en los primeros tres meses de gestión. Pero pongamos las cosas en contexto: si en 2015 cuando asumió hubiera hecho la mitad o la cuarta parte de lo que está haciendo Milei en cuanto a la magnitud del ajuste popular, no se lo hubieran tolerado. Hoy, en cambio, el país puede soportar dolores que hace 8 años nadie se imaginaba poder aguantar.
¡Las cosas que le habrán hecho sufrir a los pobres argentinos!
* El autor es sociólogo y periodista. clarosa@losandes.com.ar