No son los vientos del 45 cuando los olvidados de la historia comenzaban a dejar de serlo y surgía el Estado Benefactor para contenerlos y promoverlos, ni los vientos del 83 cuando la república liberal de nuestra Constitución se incorporaba plenamente por primera vez a la democracia cien veces avasallada. No. Son los vientos de 1975/6 cuando fenecía el sueño depositado en el regreso de Perón, o los de 1988/9 cuando fenecían los sueños del alfonsinismo, o los de 2001/2 cuando se agotó el ensueño de la convertibilidad menemista y surgió el que se vayan todos. Que hoy aparece de nuevo, ahora para anunciar el fin del sueño kirchnerista. Es el mismo huracán que se lleva todos los sueños argentinos ante la imposibilidad de la concreción de ninguno de ellos.
El viento huracanado de los 70 trajo consigo la dictadura militar. El de fines de los 80 esa curiosa síntesis entre el peronismo de Menem y el liberalismo de Alsogaray. El de principios del siglo XXI trajo del pasado al peronismo setentista que se encarnó en el progre-populismo kirchnerista que ahora comienza en su ocaso a ser reemplazado por algo que no sabe aún muy bien qué es pero que en principio parece ideológicamente su completo opuesto: palabras como derecha, individualismo, propiedad privada, libertad económica, antiestatismo, meritocracia y tantas otras similares que fueron demonizadas con un adoctrinamiento oficial que se practicó durante los últimos 20 años, parecen recuperar un sentido positivo en grandes sectores de la población, incluso en muchos socialmente postergados. Es cierto que la “ideología” principal es el enojo furioso contra la política conocida y quiénes la representan, pero ello no implica que el huracán no traiga consigo otras ideas. Por el contrario, las trae ¡y cómo!
Para comenzar a interpretar el clima de época actual proponemos una comparación cuyo parecido es extraordinario pese a sus grandes diferencias de tiempo y espacio. Se trata de una película norteamericana de 1976, “Poder que mata” (Network) cuyo guionista, Paddy Chayefsky, ganó su tercer Oscar por ella. Narra la historia del locutor televisivo Howard Beale que está a punto de ser despedido por su baja audiencia. Eso lo lleva primero a decir que se suicidará, pero luego, en un arrebato místico se transforma en un agitador de masas cuyo éxito es tan gigantesco que se convierte en el hombre más popular de Estados Unidos. Conviene citar in extenso la proclama que mediante la televisión hace que la inmensa mayoría del pueblo norteamericano se sienta expresado por él, convirtiéndolo en una especie de profeta. Beale dice lo siguiente:
“No tengo que decirles que las cosas están mal porque todo el mundo lo sabe. Hay crisis mucha gente está sin empleo o con miedo a perder el que tiene. Un dólar se compra por el valor de un centavo. Los bancos quiebran. Los tenderos guardan un revolver en un cajón. Los maleantes andan sueltos, nadie sabe qué hacer. Y lo que es peor, no se ve una solución.... Seguimos sentados frente al televisor mientras un locutor nos cuenta que durante el día ha habido 15 homicidios y 60 delitos violentos, como si eso fuera lo más corriente del mundo. Sabemos que las cosas están mal, peor que mal. Están locas. Todo en todas partes se vuelve loco y ya no queremos salir a la calle. Nos quedamos encerrados en caso y lentamente el mundo en que vivimos se empequeñece y ya solo decimos: Por favor, dejadme vivir tranquilo en mi living, dejadme con mi tostadora, mi radio, mi televisor y mis electrodomésticos y yo no diré nada. Dejadme en paz. Pues yo no voy a dejarles en paz. Quiero que se irriten conmigo….No que protesten, ni que hagan manifestaciones ni que escriban a sus diputados porque ya no sabría decirles que es lo que deben escribir. No sé qué hacer con la crisis ni con la inflación ni con el crimen en las calles. Lo único que se es que tienen ustedes que montar en cólera. Tienen que decir, soy un ser humano, maldita sea, mi vida tiene un valor. Quiero que ahora se levanten todos, que se levanten todos de sus sillones y que vayan a sus ventanas, que las abran y que saquen la cabeza gritando: ¡Estoy más que harto y no quiero seguir soportándolo!. Hay que montar en cólera. ¡Levántense. Levántense!”
En ese preciso momento, millones y millones de estadounidenses se asoman a sus ventanas y repiten textualmente el rezo laico, la protesta furiosa del locutor devenido en profeta. Y de allí en adelante todas las noches, mientras se emita su programa televisivo, se producirá el mismo fenómeno, alterando profundamente los fundamentos de la política norteamericana.
El discurso de Howard Beale va exactamente en el mismo sentido del de Javier Milei y levanta los mismos sentimientos colectivos. La única diferencia es que Beale dice no tener la menor idea de cómo solucionar los problemas que denuncia, mientras que Milei dice tener las respuestas para todos. Estamos frente a dos climas de época muy similares y las reacciones suelen ser muy parecidas, en particular cuando alguien las encarna.
Esto en cuanto al sentimiento que Milei encarna. Pero junto al sentimiento también aparece, y de manera no tan incipiente, un profundo cambio de ideas. Aunque en principio el contenido principal parece ser el de incorporar todas aquellas ideas que repudien a las predominantes en el kirchnerismo. Y mientras más extremo sea el repudio, mejor. En particular, y esto no es menor, en los sectores más pobres y más jóvenes que en su mayoría parecían colonizados por el kirchnerismo y hoy hacen volar todo por los aires.
Durante todos los últimos años, los intelectuales “republicanos” anti K sostenían que el éxito de Cristina y los suyos es que estaban ganando “la batalla cultural”, que con su infiltración en colegios, universidades, intelectuales, jueces y periodistas militantes estaban copando todas las instituciones y las mentes. Y que era necesario una reacción frente a ésto, para volver a “republicanizar” la República profundamente corroída por el populismo de signo progresista. Sin embargo, no eran muy optimistas en ganar la batalla cultural porque eran demasiadas las fuerzas que el kirchnerismo había puesto en imponer sus ideas.
Sin embargo, de un día para otro, la idea de la “batalla cultural prolongada” se demostró falsa. Porque bastó que aparecieran algunos poquísimos representantes de las ideas contrarias (en particular quien más las llevó al extremo) para que el clima se revirtiera por completo y todas aquellas ideas suprimidas del debate por el hegemonismo oficial como si fueran malas palabras, vuelven a incorporarse al sentido común de un modo impresionante. Y ahora las malas palabras son las K, como el Estado o la justicia social.
No obstante, ello no debería impresionarnos demasiado. Ya ocurrió con la caída del muro de Berlín y el mundo comunista, cuando de un día para el otro todas las ideas que mantuvieron de pie el imperio soviético durante casi todo el siglo XX, se disolvieron en el aire como si nunca hubieran existido. Y todo el mundo socialista se hizo capitalista, no como adaptación al sistema, sino como rebelión contra el mismo. El anticomunismo más extremo se apoderaba de las masas de esos países, similar a aquel que expresaban las viejas películas anticomunistas de los años 40 y 50 protagonizadas por Ronald Reagan cuando aún era actor. Todo Occidente, feliz, pensaba que de un día para otro lo que estaba del otro lado del muro de Berlín desde Berlín hasta llegar a las estepas rusas, se había convertido de un día para el otro en capitalista, republicano, liberal y básicamente democrático. Con el tiempo se demostraría que el cambio no iba exactamente hacia ese lado. Aunque no por ello sería menos drástico, como lo demuestra el retorno imperial en Rusia a través de las guerras de invasión. No se volvía al futuro, simplemente se volvía al pasado. Al peor pasado.
Es que un cambio de 180 grados en las ideas no implica necesariamente que las cosas se transformen en su opuesto y todo el pasado quede atrás. No, lo que realidad ocurre es que, en la naturaleza humana tal como se comporta en la evolución histórica práctica, nada hay más fácil que cambiar de ideas, pero nada más difícil que cambiar de conductas y valores.
El progre populismo de los 70 recuperado por los Kirchner ha sido cambiado por el liberal populismo de los 50 de Ayn Rand y Murray Rothbard recuperado por Milei. Pero eso en verdad le importa a muy pocos. Muy pocos votaron a Milei por ese cambio ideológico de 180 grados, Mejor dicho, no lo votaron por la ideología que propicia ese cambio, sino porque propone un cambio de 180 grados, de un día para el otro. Un discurso que no seduce tanto por lo que dice sino por cómo lo dice. Que eso lo entienden todos. Y lo que desean cada vez más frente a la realidad que les están haciendo vivir. Pero, tal vez, en la presunta solución está el problema: en querer cambiar todo de golpe y milagrosamente. Que es la mejor forma de no cambiar nada.
Pobre mi pueblo querido, es demasiada la locura que debió soportar con tanta esquizofrenia política que terminó con un presidente desertor, una vicepresidente prescindente y un ministro de economía que asume todos los roles y los hace todos mal. Y que nos ha llevado al estado actual de anarquía, de desgobierno o de no gobierno que en tanto se parece subjetivamente al clima de fines de 2001 aunque objetivamente las cosas sean distintas (en realidad, distintas sí, pero no tanto). Solo que en aquel entonces, frente al vacío dirigencial, solo hablábamos de trueques y de exilios. Mientras que hoy la cosa ha adquirido un talante más religioso, como de requerimientos de salvación a través de los milagros. Que la Argentina se pueda transformar de un día para el otro en lo contrario a lo que es. Cosa que no suele ocurrir nunca en ninguna parte del mundo.
La República es una forma, la vestimenta con que se cubren los hombres para contener sus instintos. Del mismo modo, el contrato social es para que el hombre deje de ser lobo del hombre. Pero hoy, la bronca hace que ni la racionalidad ni las instituciones tengan demasiada importancia en la lógica colectiva. No parecen servir. Es como que la lógica y la racionalidad se hubieran divorciado, cada una va por su camino.
Pero aún hablando en términos religiosos, no es lo mismo un profeta que un mesías. Por lo menos las actitudes que permiten reconocer a uno del otro son muy diferentes. Profeta fue Juan, el Bautista, un hombre justo y justamente enfadado con el estado de cosas que lanzaba maldiciones a diestra y siniestra expresando los sentimientos y la desesperación del pueblo humillado. Que a la vez eran sus propias broncas. Como siglos después lo haría Howard Beale en los EE.UU. Jesús, en cambio, el verdadero mesías, fue -quizá contra lo esperado- todo lo contrario. Es cierto que echó a los mercaderes del templo pero lo principal fue su llamado a la paz, a ofrecer al enemigo la otra mejilla para convertirlo en tu amigo, predicó tranquilidad frente al caos. Y bondad frente al mal. Y unión frente a las grietas y facciones. Tanto fue así que el cristianismo terminó convirtiendo a su religión a su principal enemigo, el imperio romano, porque sólo desde allí encontraría la posibilidad de expansión universal de su doctrina. Fue universalista desde sus inicios, no aislacionista. Desde siempre predicó el amor, nunca el odio. Ni aún frente a quien se lo mereciera. No clamaba por venganza, sino por justicia. No vino a expresar ni a profundizar los legítimos resentimientos del pueblo humillado por los poderosos (como hacen los demagogos), sino a extirparlos del alma para cambiarlos por esperanzas. Gracias a eso el cambio fue verdadero. Y profundo. Porque predicaba cambiar no tanto las ideas, sino las conductas. Que eso es lo que precisamente necesita hoy la Argentina. Ideas las hemos tenido todas y todos los días aparece una nueva aparentemente en contra de las viejas. Pero hay una constante en nuestros comportamientos que nos cuesta tanto cambiar. Si de lo que se trata es de cambiar una grieta por otra, no tiene ningún valor pensar una cosa o lo contrario. Seguiremos en lo mismo con otra ideología.
Más allá de las actitudes absolutamente reprobables de la gran mayoría de la dirigencia argentina (no sólo la política) hay algo muy profundo en las conductas y comportamientos colectivos de los argentinos que nos hacen repetir una y otra vez el mismo error de elegir siempre a los que parecen distintos pero que terminan siendo lo mismo. Al fin y al cabo, la democracia es el autogobierno de los ciudadanos. Por eso es de ellos, de todos nosotros, la responsabilidad última de lo que nos pasa. Una democracia de 40 años es una democracia madura, adulta, ya no más infantil o adolescente que depende de lo que decidan nuestros padres. Dependemos sólo de nosotros mismos. Y hasta que no sepamos elegir bien, estaremos condenados a repetir, con distintos rótulos, el mismo fracaso.
* El autor es sociólogo y periodista. clarosa@losandes.com.ar