Días atrás falleció el Dr. Roberto Cortés Conde, el padre de la historia económica moderna en el país. Su deceso causó enorme tristeza en la comunidad de historiadores argentinos. No es para menos en tanto su prolífera labor historiográfica no sólo marcó un antes y un después en la literatura académica nacional e internacional que tuvo como horizonte analizar el desempeño económico argentino, latinoamericano y mundial en coyunturas específicas y en el largo plazo con metodologías novedosas que priorizaban la construcción de indicadores cuantitativos.
El laberinto argentino constituyó uno de sus libros. Lo publicó en el año 2015 cuando ya era un historiador consagrado en los principales centros académicos nacionales y extranjeros al punto de haber presidido la Asociación Internacional de Historia Económica, y publicado obras de referencia ineludibles para quienes aspiran a incursionar en los ciclos económicos globales y los factores externos e internos que inciden en los procesos de crecimiento, como en su contracara, el declive o decadencia. En ese libro, Cortés Conde puso a prueba sus saberes y experiencia para ensayar reflexiones sobre un dilema que hasta hoy desvela a los argentinos: cuándo y por qué motivos la Argentina perdió la brújula para sostener niveles aceptables de crecimiento económico y bienestar humano o social.
Para ello puso el foco en el contexto del mundo occidental con el propósito de explicar la manera en que una región que hasta fines del siglo XVIII había ocupado un lugar marginal experimentó una poderosa transformación económica y social a lo largo del siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial. Y en ese repaso priorizó el análisis del Estado considerado a partir de dos registros diferentes: los problemas de financiamiento y los conflictos que se generan en torno a la distribución de la carga fiscal, y el análisis de la construcción de su legitimidad, lo que supone tener en cuenta las ideologías o creencias.
Cortés Conde propuso un punto de partida de tales dilemas: 1810, es decir, el momento en que la dirigencia revolucionaria fracasó en el intento de retener el motor de la economía que había financiado el antiguo virreinato en base a la centralización y una administración relativamente eficiente: el centro minero de Potosí. Pero una vez perdida esa fuente de riqueza, las provincias del Río de la Plata sólo podían comerciar sus productos a través de un único puerto de ultramar, el de Buenos Aires, que mantuvo la política colonial de cerrar a la navegación externa los ríos navegables interiores. De allí que las regiones o jurisdicciones que no dependían para su sobrevivencia del puerto, como Uruguay porque tenía el suyo, la actual Bolivia porque contaba con ricas minas de plata, y el Paraguay porque estaba rodeado de ríos para comerciar la yerba mate, se separaron. En cambio, para el resto de las provincias la fatalidad de la geografía produjo un efecto “centrífugo” conduciéndolas a luchar por coparticipar los ingresos de la Aduana porteña derivados del progresivo incremento del comercio atlántico. Junto con ello, al romperse la unidad virreinal y de las flamantes Provincias Unidas de Sud-América erigidas en su remplazo en 1820, los precarios estados provinciales del interior se vieron limitados para crear gravámenes equivalentes, a pesar de los obtenidos de sus propios productos de exportación.
El conflicto envolvió al naciente país en guerras lacerantes hasta 1862 cuando las rentas aduaneras fueron nacionalizadas en base a pactos constitucionales, al tiempo que las provincias renunciaban a las aduanas interiores y se les concedía el producto de los impuestos directos que gravaban las actividades que en ellas tenían lugar junto a los impuestos indirectos.
La negociación dejó en suspenso viejas controversias a raíz de nuevas circunstancias: el uso de tecnologías que redujo los costos de transporte y permitió acercar regiones, la expansión económica motorizada por la producción agropecuaria pampeana y el desarrollo de economías regionales protegidas volcadas al mercado interno también en expansión, en virtud de la explosión demográfica derivada de la ola inmigratoria europea que transformó la Argentina criolla por la moderna surcada por ferrocarriles con epicentro en los puertos de Buenos Aires y Rosario. El crecimiento económico y la formación de un mercado de trabajo dinámico y con salarios monetarios relativamente altos que elevó el nivel de vida amplió la base impositiva, engrosó las arcas fiscales y mantuvo intacto el pacto entre Nación y Provincias, aunque entre 1880 y el cambio de siglo la balanza de poder se inclinó a favor de la autoridad central.
La bonanza concluyó con la crisis económica mundial de 1930 que puso sobre el tapete la vulnerabilidad de la economía argentina ante la caída drástica de las importaciones (y con ellas de la recaudación arancelaria) y las exportaciones dejando al Estado nacional, y por vía indirecta a los estados provinciales, con ingresos insuficientes para solventar gastos y deudas. Ante la debacle que disparó el desempleo y la recesión nunca antes conocidos (inspirando a Discépolo a componer el tango “Cambalache”), el gobierno nacional, liderado por el presidente Agustín P. Justo, encaró una importante reforma fiscal por la que concertó con los gobiernos provinciales la creación de un sistema tributario centralizado con nuevos términos de recaudación y distribución, y estableció el novedoso impuesto a las rentas (o ganancias) y la unificación de impuestos internos (antes recaudados por las provincias), dando origen a un régimen enfocado en la actividad económica interna que prácticamente sobrevivió hasta los años setenta del siglo pasado.
Pero esa respuesta no fue la única que avizoró Cortés Conde para explicar las claves del laberinto argentino, en tanto destacó la manera en que la emisión monetaria, el “impuesto inflacionario” y el endeudamiento externo se convirtieron en moneda corriente en las décadas siguientes. Ese recorrido que documentó con datos duros, y con reflexiones recogidas como testigo y observador experto de los dilemas fiscales argentinos se une a otro problema importante: la resistencia a discutir cómo se distribuyen los costos del Estado, y el papel de la intervención estatal en la distribución arbitraria de prebendas, privilegios y rentas monopólicas a sectores o corporaciones de diferente tipo.
Un tema que lo devolvió también a los años de la Revolución de Mayo cuando la legitimidad de la soberanía del rey fue remplazada por la idea de soberanía popular y del contrato entre individuos libres e iguales ante la ley. Un concepto que adquirió formato constitucional en 1853 fundando las bases del estado liberal pero que no desarraigó la idea o concepción de Estado orgánico y soberano anterior. Dicha coexistencia, para el recordado historiador imbuido de vertientes económicas institucionalistas, resultó crucial para interpretar su peso no sólo en la arquitectura estatal y el esquema distributivo acuñado bajo el primer peronismo, sino para entender su sobrevivencia en las décadas que siguieron a su caída cuando ningún plan de estabilización detuvo la inercia de la inflación y el endeudamiento que atravesó tanto a los gobiernos militares o dictaduras como a los democráticos con o sin el peronismo proscripto.
Ese debate hoy vertebra no sólo la agenda gubernamental, sino que permea también buena parte de la opinión pública constituyendo un rasgo novedoso del giro operado en las “ideologías” o “creencias” sobre la cuestión fiscal que dio el voto a Milei, y sigue sosteniendo su propósito de mantener a rajatabla el déficit cero, a pesar del drástico ajuste, la recesión, la inflación, el desempleo y los índices de pobreza e indigencia inéditos en la historia del país. El grado y extensión de ese consenso está por verse en tanto encuestas recientes sugieren que pende de un hilo. Aun así, el fenómeno no deja de alumbrar algunas señales de un cambio de época.
* La autora es historiadora del INCIHUSA-CONICET y la UNCuyo.