Nada valdrá de correctivo mientras
la educación sea una malaventura
tenaz y mientras no se cotice, como
señal de alta calidad espiritual y
humana, la expresividad pulcra y
bien conducida.
Alonso Zamora Vicente
Como hoy los valores más nobles se han convertido, para muchos de engreída sapiencia, en una caricatura, nuestra lengua no puede escapar de esta moda, que encumbra lo tosco, pondera lo trivial, degrada todo lo que sugiere cultura, trabajo, esfuerzo, seriedad, trascendencia y une las palabras a su gusto —«una vana y dos vacías»— aunque, con ellas, nunca se diga nada. Triste es reconocerlo, pero hablar y escribir bien, o bastante bien, o tener la sana intención de hacerlo parece, en nuestros días, una utopía. Mientras, «exhuman» cuando, en realidad, entierran o «inhuman» cuando desentierran; las fuertes lluvias dejan las banquinas «abnegadas», y alguien «proponió» un proyecto imposible de llevar a cabo. Otros se refieren con autoridad científica a «experimentos dinámicos realizados sobre un modelo envés que en un sistema real» o a «cambiar linearmente a través del tiempo, reenforzando el efecto de la acción original».
No pocos hablantes combaten esta cómoda actitud que preconiza el no saber para no tener que estudiar. La solución es enseñar a querer las palabras, leer a buenos escritores y tener la humildad de reconocer los yerros para enmendarlos. Cuando alude a su personaje Edward Fitzgerald, escribe Borges en Otras inquisiciones: «... y su amor se extiende al diccionario en el que busca las palabras» [1]. ¡Sano ejercicio para vencer la crasa ignorancia!
Debemos tener conciencia de que, aunque no lo parezca, aprender nuestro español, nuestra lengua materna, requiere un trabajo tenaz, voluntarioso pero lleno de goce y de pasión. Por eso, para que las palabras no sufran más penas, desvaríos u olvidos, aconsejamos recurrir a las normas que tratan de contener buenamente nuestros desbordes y ponen freno a nuestra cháchara rebelde. Palabras inútiles abundan («antecedentes cardiológicos previos»), y construcciones cojas sobran. Todavía hay unas cuantas personas que «creen de que existen péritos en estratosfera y/o litosfera que conforman una verdadera élite de erúditos»; que dicen con soberbiosa autoridad «las y los maestros»; «las y los medicamentos»; «eso yo no lo dije yo»; «degollan al asesino de la anciana». Dequeísmos («dicen de que», «me alegra de que»); queísmos («está segura que», «no se da cuenta que», «me alegro que»); horrores ortográficos («arsovispo», «deshasno», «expecialista»); tildes que cabalgan sobre las vocales sin perder los estribos («imágen», «prohíbido»); conjunciones que se aparean («y/o»); neológicos regímenes preposicionales, no pocas veces provenientes del inglés («relacionado a lo que trataron»); formas verbales inexistentes («querramos», «tragiversan») y no pocos plurales novedosos sumen a la lengua en estado de triste discapacidad.
Respecto de su uso, no podemos ser cojos ni mancos, porque la comunicación auténtica, que significa compartir e intercambiar, es un arte cuando se lleva a cabo con ética y verdad, que también implica inteligencia, corrección y belleza. No obstante, comunicar no significa solo hablar o escribir, sino también escuchar, preguntar, dialogar, entender y que nos entiendan. Por respeto a los demás, tenemos el deber de que nos entiendan. Es cierto que muchos hablantes se conforman con su ignorancia, ya que el saber la perjudica gravemente. Basta para corroborarlo el padecer un ratito algún programa de televisión; si es político, mejor; si es hogareño, adelante..., no perdamos el ánimo... Entonces, escuchamos que «la primer idea es construir a futuro», o que «ya no quedan localidades a vender, porque la actriz, recientemente distinguida con un premio, siempre trabaja a sala llena», o «los delincuentes estaban perpetuando un robo». El periodista le pregunta al cantante de moda si está orgulloso «en participar» de la música de su hermano, y aquel contesta con un displicente «a ver…, ponele…, nada…, es como que sí…». De vez en cuando, se escapa un audaz y arcaico «hubieron muchos voluntarios» o un sustantivo femenino transformado en masculino («el apócope», «aquel aula», «ese agua», «mucho hambre»).
Cada error que se comete puede considerarse una metáfora de nuestros tiempos, en que se aplaude lo hueco, lo fácil y lo mediocre. Parece que el mérito solo corresponde a las estatuas. A pesar de todo, tampoco debemos leer el Diccionario completo. No es ese el objetivo, aunque sabemos que hay quienes lo consultan con alegría, en busca de conocimiento, y no, precisamente, para atraer el sueño, y descubren que, en cada término, se esconde una aventura.
Los hablantes debemos ser conscientes de la existencia de normas lingüísticas, precisas y cultas, que prescriben el uso correcto de la lengua y ayudan a despejar dudas, pues sin palabras no somos; con palabras mal relacionadas no nos comunicamos bien.
Ser correctos para expresarnos mejor significa que debe existir una reflexión normativa que permita emplear la palabra adecuada, la construcción gramatical concisa y redactar con coherencia y cohesión un escrito; una reflexión normativa que nos permita saber fundamentar la enmienda de cada error.
Por eso, no debemos olvidar que la lengua, que ocupa el centro de la cultura, incumbe a todas las asignaturas y a todos los ámbitos profesionales, y requiere esfuerzo de perfeccionamiento para enriquecerla.
[1]”El enigma de Edward Fitzgerald”, en Obras Completas, Tomo II, Barcelona, EMECÉ Editores España, pág. 67.
* La autora es Presidenta de la Academia Argentina de Letras