En un mundo por tantas cosas convulsionado, y en un mundo hispano (el nuestro) que es capaz de no reconocer los cimientos de su historia, sino que los niega a través de leyendas y errores, la cuestión del lenguaje no es un tema más. Lo sabían los que dejaron asentada una leyenda bíblica, la de la Torre de Babel. No por transitada la historia y su alegoría, nos debe evitar recordarla. Yavé, en esa historia (Génesis, 11) advierte que los hombres se han abocado a una empresa monumental. Curiosamente, sin embargo, no se alegra por ello, sino que se preocupa. Y entonces observa, en las palabras que le hacen decir: “He aquí que todos forman un solo pueblo y todos hablan una misma lengua; siendo este el principio de sus empresas, nada les impedirá que lleven a cabo todo lo que se propongan”.
En efecto, la comunicación en una misma lengua es un arma poderosa, una virtud. Los que tuvimos en suerte, además, heredar esta “habla de plata y cristal, / ardiente como una llama, / viva cual un manantial” (al decir de Juana de Ibarbourou), deberíamos saberlo mejor: la nuestra es la segunda lengua más hablada del mundo y eso la hace tan “inclusiva” que une países y continentes derribando las fronteras, atando las naciones a un vínculo común que se pone a flor de labios.
Dijimos que era inclusiva la lengua y no es casual. Hemos, en otras ocasiones, arremetido contra los ridículos intentos de imposición (cuando no ya del uso) de esa jerigonza culposa que ha dado en llamarse “lenguaje inclusivo”. Una búsqueda descarriada por intentar incluir lo que no está excluido previamente (géneros, sexos, preferencias) en nuestra lengua, que utiliza tanto el masculino como el femenino y el neutro, y goza de la salud que ya hemos expuesto.
Así, desde hace tiempo, muchos han aceptado el error de que la lengua española adolece de un pecado original, que es el machismo, por el hecho de utilizar ese masculino como género neutro cuando los plurales involucran a unos y otros. Por esta razón y, repetimos, cobijados en el error de base de que ese uso del masculino genérico es “excluyente” –o “machista” o vaya a saber qué– utilizan o bien la latosa forma disyuntiva (“los funcionarios y las funcionarias”) o el galimatías deformante de cambiar las vocales por otras o por consonantes (“les pesades”, “lxs corruptxs”).
Ahora bien, el error es la cosa más común con la que tratamos. Escribía Lope de Vega: «Tardar en convertirse error notable, / y diferirlo de uno en otro día, / loca desvanecida fantasía, / esperanza del hombre miserable». Esperar que no haya gente equivocada en este asunto ―y que insista en que el genérico masculino que usa nuestra lengua desde hace siglos está mal― es tal vez pecar de ingenuo. Pero la cosa sí es para ocuparse cuando hay instituciones (universidades, escuelas, ministerios) o personajes notables (funcionarios, periodistas, docentes) que usan y, para peor, imponen el error.
Vale decir que el círculo vicioso del error tiene bastante aceitado su circuito: aunque se sepa del error, este se contagia o se impone, incluso con la aplicación nada inocente de la censura o la mirada de soslayo a aquel que, si no hace uso del error, es un “excluyente” —o “machista” o vaya a saber qué—.
Pero, por suerte, como decía alguien por ahí, los errores son pendulares. A veces el péndulo lleva a que estas ridiculeces se expandan, difundan e impongan, y en otras —cuando empiezan a notarse las consecuencias del error— el péndulo lleva a evitar que el lenguaje pseudoinclusivo se normalice o se imponga.
Eso ha sucedido, por ahora y con bastante ruido, en la Universidad de Barcelona (España). Es una región conflictiva en cuanto a lenguaje se refiere, por razones que no vienen al caso y que tienen a la ideología separatista como serpiente de la discordia, pero de golpe ha primado la sensatez. Ya en la Argentina (con polémica incluida, por supuesto), hace un par de años, se prohibió el uso del lenguaje pseudoinclusivo en colegios de la Ciudad de Buenos Aires, pero ahora esta alta casa de estudios española emitió una instrucción interna que informa que volverá a usar el común masculino genérico en sus textos normativos y abandonará los ridículos desdoblamientos en femenino y masculino, además de otros jeroglíficos.
El texto deja entrever que ese uso producía textos ininteligibles y por ello se busca con el uso del español unánime “la eficacia normativa y la seguridad jurídica propias de reglamentos, instrucciones, protocolos y otras normas”. Además, no le esquiva a aclarar lo que para muchos de los que rechazamos el uso del lenguaje pseudoinclusivo por entender que parte de un error de base ya sabíamos: “El género gramatical no marcado no excluye ni a las mujeres ni a las personas no binarias”.
Justamente en Barcelona, no hace mucho, una lingüista de renombre, la recientemente fallecida Carme Junyent (que escribió tanto en español como en catalán), era una de las que se había hartado del error y había lanzado reflexiones que bien vale la pena compartir. Para empezar, había planteado que “decir que el género en una lengua es obra del patriarcado es como decir que los posesivos los ha inventado la oligarquía terrateniente”, y por ello rechazaba ese lenguaje “porque no es inclusivo y carece de fundamento lingüístico. Se ha convertido en una imposición inadmisible de instituciones que nos censuran con criterios ideológicos”. “Se ha generado un grupo de interés de técnicos que lo aplican y de políticos que los amparan y lo imponen”, subrayaba la académica, quien entendía que, a caballo de esos criterios, se termina arribando a “textos incomprensibles”.
Para el fin, Junyent se guardaba la obviedad que asume ahora la Universidad de Barcelona: “Los plurales ya incluyen femenino y masculino y, al desdoblarlos sin necesidad, retuerces su sentido. Si digo ‘las peras y los plátanos son ricos’ no debo pensar nada más; pero cuando empiezo a desdoblar por ideología ‘los niños…’”.
En un ámbito más cercano, lo había dicho con meridiana claridad el escritor Martín Kohan, para quien los que usan el disyuntivo o los garabatos supuestamente inclusivos “están complicando algo que funcionaba bien en este sentido”. Y aseguraba: “Lo que yo planteo es que la ‘o’, que efectivamente remite a lo masculino, cambió en el uso, porque decimos efectivamente que la lengua tiene una dinámica y la dinámica está dada por el uso. La lengua se transforma en el uso y es una de las reservas que yo tengo con la implementación de la ‘e’, que es algo que no ha surgido del uso y no tiene la dinámica del uso”.
En tiempos convulsionados, decíamos al principio, hay que sumar fortalezas. Incluso contra los que conspiran, desde el error o la ignorancia, contra esas fortalezas. Hay que cuidarse de esos que no quieren que logremos lo que nos propongamos, pero se llaman, inclusive, inclusivos.