Mi maestra de primer grado, en la Escuela Normal, desató un huracán cuando me enseñó a leer y escribir. En esas complejas operaciones cognitivas en las que unimos letras en palabras y las vinculamos en oraciones y párrafos, la señorita Mirta me reveló dos de las actividades más placenteras que he experimentado. Descubrí la capacidad de sumergirme en las aventuras, alegrías y sinsabores de diversos personajes.
El mundo de la lectura fue un antes y un después en mi vida; como la emoción que sentía a los seis, cuando caminaba de la mano de mi abuela por el centro de Mendoza rumbo al Mercado Central, y era capaz de decodificar lo que decían los carteles que pocos meses antes eran un misterio para mí. La necesidad de leer en cada minuto libre que tenía lo ocupó todo. Sólo quería leer y me sorprende recordar que me abstraía tanto que no escuchaba cuando me hablaban.
Así mis padres empezaron a sufrir mis constantes pedidos de más y más libros, revistas, cuentos, y casi cualquier cosa que se pudiese leer. En mi casa empezaron los problemas, porque sostener el ritmo de los intereses literarios de una niña ruluda y tímida que se refugiaba en los textos, resultaba complejo desde el punto de vista financiero, pero también operativo. Me tragué todos los libros adecuados para mí que había en la casa de mis abuelos, intercambié todo lo canjeable con primos y amigos. Leí varios de los que había en la biblioteca de mi escuela en las horas libres -porque sólo se podían leer ahí mismo- y mis padres, además, me garantizaron la compra de uno por mes. Claro que mi ritmo de lectura era uno en menos de una semana.
Un día de verano mi madre me llevó al centro, a conseguir el libro correspondiente a ese mes. Y mientras resolvía una serie de trámites me dejó en la puerta de una de las librerías más emblemáticas de Mendoza, la de una dinastía de libreros españoles que se situaba en la primera cuadra de la calle Rivadavia, en la vereda del Sur.
Recorría las mesas un poco mareada por ese perfume del papel nuevo que todavía me transporta instantáneamente a ese mundo familiar de sustantivos, adjetivos y verbos. No sabía ni por dónde empezar a buscar lo que compraría. Siempre he sido un poco desordenada para mis lecturas, pero en aquel momento lo era todavía más. No tenía ni 12 años y mis ansias por leer no conocían de planificación, de autores, o de temas adecuados a mi edad; leía lo que se me atravesaba en el camino.
Algo de eso debió percibir el señor amable que se me acercó para ofrecerme ayuda. Yo estaba sentada en el piso, recorriendo con la mirada un estante bajo, cuando me preguntó si buscaba algo preciso. Le dije que no, que en realidad no sabía, y fue en ese momento que me mostró un libro que ya tenía previamente seleccionado. Era “El Patriota”, de la ganadora del Premio Nóbel de Literatura, Pearl S. Buck. En un primer momento lo miré con desconfianza; era un libro finito. Me va a durar dos días, pensé preocupada por lo que haría el resto del mes hasta que me tocara el siguiente libro. Notó mis dudas e insistió. Era el dueño de la librería, Antonio García Santos, que tenía un amor por los libros, la lectura, y una comprensión de las necesidades de sus clientes, que quedaron en evidencia desde ese día. Con esa obra descubrí un mundo exótico, de costumbres de las culturas japonesa y china que me alucinaron. De personajes de los que no me quería separar cuando llegué al final.
Desde hace un tiempo el placer de la lectura se complementa con el de la escritura. Escribir ayuda a poner en orden mis ideas, a jerarquizar y discernir cómo decodifico la realidad y qué pienso sobre ella. Pueden ser recuerdos o reflexiones, pero me interesa, sobre todo, organizar esa mirada interna sobre lo que me rodea.
Hay una cosa mágica que me pasa con la escritura, y que seguramente tiene su antecedente en ese tifón interno que desató en mí la señorita Mirta, sólo que no lo supe hasta muchos años después. Cuando me siento a escribir en muchas ocasiones tengo una inquietud, una cierta intranquilidad, una necesidad de romper la inercia de no escribir -como le dice la inigualable Leila Guerriero-. Siento que no voy a lograr la calma imprescindible para determinar que lo que estoy diciendo está bien dicho o es interesante de contar. Son momentos en los que estoy convencida de que no estoy logrando esa coherencia textual: leo párrafos inconexos que me parece que no funcionan juntos ni separados. Se me acumula una pila de borradores con frases difusas, con ideas informes.
Sin embargo, no me explico del todo cómo, llega un punto de inflexión en el que aparece el principio o el final de una historia. Puede formar parte de la disciplina, de relecturas sistemáticas o, por el contrario, irrumpe en espacios y tiempos en los que no estoy escribiendo. Emerge una frase, o una idea que me golpea fuerte, que no me deja pensar en otra cosa, que me empuja a concentrarme en ella hasta que la escribo. Debo estacionar el auto si estoy manejando porque no hay ninguna otra posibilidad que escribir.
Hay una urgencia por contar eso, por plasmarlo de esa determinada manera. Los párrafos cobran sentido, se amalgaman y se suceden con fluidez y sin esfuerzo. La sensación, cuando eso ocurre, es de un deleite y una liberación difíciles de describir: de cosas que encajan en su lugar, de que el mundo está en orden.
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