El mundo puso marcha atrás y regresó a las dos décadas previas a 1977. Las cumbres del G7 y de la OTAN empezaron a trazar la línea por donde pasa la división.
Las potencias occidentales no son responsables exclusivas de partir en dos el mapamundi, como en la segunda mitad del siglo 20.
Rusia y China han puesto lo suyo en esta marcha hacia un tiempo oscuro.
Todas las superpotencias trazaron la línea de puntos y lo que se plantearon ahora los miembros de la alianza atlántica es pasar por esa línea la tijera que realizará el corte.
En las montañas boscosas de Baviera y en Madrid, las potencias de Occidente usaron sus foros económico y militar para plantear, como objetivo inmediato, impedir la victoria de Vladimir Putin en la invadida Ucrania, y como objetivo a posterior la contención del expansionismo territorial de China en Asia y de la extensión de su influencia y gravitación a los otros continentes.
Eso plantea el documento emitido por la OTAN en su última cumbre.
Y para dimensionar la profundidad del cambio de situación, basta recordar que el anterior documento llamado Concepto Estratégico fue redactado hace apenas doce años y en él no se menciona a China, mientras que al estado ruso se lo considera un “socio estratégico”.
Lo decidido muestra el regreso al mundo partido del peor momento de la Guerra Fría.
Entre las muchas diferencias con aquel tiempo, hay una que dificulta enormemente la división: la Rusia soviética y la China maoísta eran economías colectivistas de planificación centralizada que no tenían vínculos económicos y productivos significativos con los países del otro bloque. En cambio, las actuales Rusia y China tienen economías capitalistas con una frondosa y profunda red de vínculos económicos, financieros y productivos que vuelven inmensamente compleja la tarea de diseccionarlas.
Las grandes economías de este tiempo son siamesas y el trabajo del bisturí parece una tarea imposible.
Sin embargo, en esa dirección apuntan ciertas actitudes de los liderazgos de Rusia y China, y también los del bloque occidental.
Esas actitudes son las que empujan el mundo hacia antes de 1977.
En las cumbres del G7 y de la OTAN sólo faltó que se utilice el término “cordón sanitario”.
Tras la Primera Guerra Mundial, el primer ministro francés Georges Clemenceau tomó ese término que la medicina usa para llamar a las barreras de contención de las enfermedades infecciosas, y lo utilizó para describir las alianzas que proponía para contener la expansión del comunismo soviético en Europa.
La OTAN fue la expresión más acabada del cordón sanitario en el hemisferio norte y, a partir del triunfo de Mao Tse-tung en China, se extendió al Pacífico Sur y al Indico a través de la Organización del Tratado del Sudeste Asiático (SEATO), alianza militar entre Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Australia, Nueva Zelanda, Pakistán, Tailandia y Filipinas.
Así quedó partido el mundo desde 1955 hasta que el entendimiento que tejieron Nixon y Kissinger con Mao y Chou En-lai terminó por disolver la SEATO en 1977.
Ahora, las potencias de Occidente y sus principales aliados del hemisferio sur han vuelto a trazar la línea que divide al mundo.
La diferencia con el cordón sanitario del siglo 20 es que el que están trazando en la actualidad no pretende contener expansiones ideológicas, sino influencia global y expansionismo territorial.
No es fácil. La OTAN está viendo que las sanciones económicas a Rusia dañan gravemente sus propias economías.
Y los países del Pacífico y del Indico que, por primera vez en la historia, fueron invitados a una cumbre de la OTAN, tienen a China como principal socio comercial.
Japón, Australia, Nueva Zelanda y Corea del Sur están dispuestos a ser cordón sanitario de China, pero les costará mucho en sus exportaciones. Los japoneses tiemblan al recordar la recesión que le causó, hace diez años, el boicot a sus productos en China por una disputa de soberanía sobre islas y aguas marinas.
Aún con semejante costo, Tokio, Canberra, Oakland y Seúl extenderían a esa parte del planeta la nueva versión de cordón sanitario.
Esa contención tiene que ver con la expansión territorial de China y también con su creciente influencia en otros continentes mediante construcción de infraestructura, en el marco de la Nueva Ruta de la Seda.
A esa influencia Joe Biden propone contrarrestarla creando alianzas estratégicas de cooperación norte-sur para desarrollar infraestructura. Algo así como una contra-Ruta de la Seda.
Contener a China es la cuestión mayor. La urgencia es impedir la victoria de Putin en Ucrania, o limitarla lo máximo posible, fortificando el cerco sobre Rusia para impedirle nuevas guerras expansionistas.
La pulseada con Rusia es una muestra a escala menor de las dificultades que implicaría hacer lo mismo con China, si atacara a Taiwán.