Lo incierto de la transición política actual viene más del lado del reacomodamiento del sistema de partidos que del traspaso de mando de un gobierno a otro. Nada puede esperarse de un gobierno terminado. Todo parece posible en el gobierno por venir. Es tan grande ese contraste que la transición entre gobiernos ha quedado reducida a cuestiones de protocolo. La verdadera transición es entre el esquema de partidos que concluye y el que todavía no termina de llegar. Conviven en esa escena lo viejo y lo nuevo. Todo entremezclado y pariendo aceleradamente una metamorfosis cuyo final, aún desconocido, será la clave para la gobernabilidad inmediata.
El historiador Natalio Botana suele explicar que coexisten ahora por lo menos tres legitimidades de origen: la expresión potente de la voluntad popular que le entregó la presidencia a Javier Milei; la sumatoria de bloques minoritarios que ejercerán el poder desde el Congreso, y un conjunto de gobernadores también legitimados por el voto. Para mayor complejidad: gobernadores entre los cuales tampoco existe ahora una identidad política dominante.
La nueva paradoja argentina podría resumirse en estos términos: el voto ha depositado en las espaldas del nuevo presidente la carga de ansiedades que eroga la crisis. Ha hecho uso de su tradición presidencialista a la hora de demandar que un liderazgo arbitre entre necesidades y expectativas. Pero al mismo tiempo, ese mismo voto ha inaugurado un escenario inédito de parlamentarismo fáctico. Milei, el presidente con más votos, será también el más expuesto al veto.
Una parte de ese desafío le atañe a Milei en términos individuales. Le ocurre a cualquier liderazgo político emergente cuando tiene que transitar desde la legitimidad de origen a la de ejercicio. Pero con el aditamento, para nada atenuante, del tipo de liderazgo que Milei eligió para acceder al poder. Al nuevo presidente le llegó el momento de la racionalización de las emociones del electorado y su transformación eficiente en agenda operativa. Viene lidiando con esa tarea particularmente dificultosa desde la noche del balotaje.
El tamaño de la crisis que tiene entre manos es tan vasto que Milei tiene márgenes de error ínfimos en el terreno que es su especialidad, la economía. Y márgenes más estrechos todavía en lo que él mismo define como una tarea desagradable: la construcción de acuerdos políticos.
Las herramientas con las que cuenta son limitadas. En parte porque la identidad fundacional de su propia estructura política es la de ser completamente ajena al sistema -la casta, en sus términos- responsable de la crisis actual. Y en parte porque a los acuerdos para avanzar con sus ideas de gobierno tendrá que hacerlos negociando con la misma casta que denunció.
Como partido, La Libertad Avanza carece de cuadros experimentados para la administración del Estado. No del Estado ideal que describe la teoría económica libertaria, sino del Estado realmente existente que comenzará a gobernar. Para suplir esa debilidad, Milei tiene una oportunidad: la crisis abierta del sistema político. La diáspora de dirigentes y técnicos afectados por el efecto de un doble fracaso: el del peronismo que termina en pésimas condiciones la gestión de gobierno y el colapso de Juntos por el Cambio como alternativa de oposición.
Pragmáticos
Desde la perspectiva sistémica, el triunfo de Milei fue saludable al sacudir la escena con la facturación contundente de ese doble fracaso. Y por la afirmación de un rumbo económico opuesto al modelo dirigista que durante casi dos décadas imperó en el país con resultados sociales gravísimos. Pero dejó abierto un interrogante enorme sobre la construcción de la gobernabilidad futura. El giro pragmático que dió Milei mediante su acuerdo con Mauricio Macri y Patricia Bullrich es el que acaba de proveerle dos anclajes centrales: el ministerio de Economía y el de Seguridad. No asegura los alineamientos parlamentarios requeridos.
En ese espacio es donde se está moviendo, con igual rapidez, la conducción por defecto del peronismo que continúa ejerciendo Cristina Kirchner. La vicepresidenta abrió un doble juego. En el Congreso dice que hay que respetarle al partido del nuevo presidente la prerrogativa de conducir los espacios institucionales en la línea de sucesión. Entretanto, a la calle inquieta por el ajuste que viene, la agita con mensajes sobre una catástrofe social futura. Negando con obcecación el desastre actual del cual es responsable como gobernante.
A Cristina conviene seguirle con atención el hilo de los hechos, más que el de los discursos. La última medida concreta que impulsó, pese al desastre electoral, fue una maniobra escandalosa en la comisión de Juicio Político, en Diputados. Reemplazó a varios de los legisladores integrantes por otros que le obedecen, aunque desconocen las decenas de miles de fojas del expediente. Todo para mantener bajo amenaza a la Corte Suprema de Justicia. Es el costado libertario del kirchnerismo: todo por la libertad individual.
No menos concreto es el silencio frente a la extorsión gremial más procaz de las últimas décadas: Milei asumirá el próximo domingo y los estatales de ATE convocaron a un paro para el lunes siguiente. Cuando Cristina habla de estancamiento con inflación conviene leer el subtexto: atrincheramiento de los propios en un espacio de resistencia; inflación exponencial de demandas para jaquear al gobierno entrante.
Pero la audacia de ese planteo de la vicepresidenta refleja también su propia fragilidad. Los gobernadores del PJ ya están discutiendo una agenda paralela: la de los recursos coparticipables, los planes de contención social y obra pública. El liderazgo de Cristina fue el que impuso el gobierno de Alberto Fernández. Los gobernadores son sobrevivientes, casi de milagro, del fracaso de ese experimento.
Usarán de Cristina la fuerza de choque para visibilizar sus demandas y cuentan con legisladores propios para maximizar su poder de veto. Pero su agenda inercial no puede escapar a la legitimidad de ejercicio, para lo cual necesitan una mínima gobernabilidad general.