El domingo pasado fue un día extraño en la Argentina. Raro. Porque fue un día de esos que antes solíamos llamar normal. Se había concretado un preacuerdo con el FMI, y se respiraba un sentimiento general de aprobación. Lo cierto es que casi todos esperaban una semana tranquila, aunque fuera solo una semana, discutiendo cosas que discute un país normal. Una semana, en términos argentinos, aburrida.
Pero al día siguiente se verificó que el parámetro de lo anormal es lo absolutamente normal en nuestro país. La mala nueva la trajo esta vez Máximo Kirchner, quien con la renuncia a la presidencia de su bloque en diputados expresó su total desaprobación al preacuerdo. Y pateó el tablero al dividir en mitades al oficialismo en la política de Estado más importante -junto a la pandemia- que tiene el país de la era cristialbertista.
Y no es -claro- casualidad. A la otra política de Estado -la del virus- ya la había boicoteado su mamá Cristina apenas arribada la pandemia. Ese momento en que todos los argentinos de buena voluntad (la inmensa mayoría) saludaron alborozados que oficialismo y oposición se pusieran de acuerdo para combatirla juntos. Algo que parecía repetirse con lo del FMI, donde se vislumbraba la posibilidad de un voto compartido para su aprobación entre oficialismo y oposición.
Pero esas cosas son las que lo vuelven loco al cristimaximismo. Apenas ven al presidente intentar algo que no sea depender enteramente de ellos, le boicotean lo que está haciendo. O aún peor se lo hacen boicotear a la víctima, al pobre Alberto que el día que le dijo “amigo” a Horacio Rodríguez Larreta, Cristina lo conminó a que se arrepintiera, lo cual éste hizo quitándole una parte de la coparticipación a la Capital Federal para que Rodríguez Larreta volviera a ser su enemigo.
Ahora Maximillo intenta lo mismo, que no haya ningún acuerdo por el FMI. Del mismo modo en que este principito de cartulina se volvió loco cuando se aproximaba un diálogo entre oficialismo y oposición para aprobar el presupuesto. También allí, con un discurso provocador, pateó el tablero.
Es una constante lo que hacen madre y hijo. Un teorema, una ley. Alberto no debe acordar más que con ellos dos y si se subleva, lo boicotean. Eso sí, se trata de un contrato desigual:_ambas partes participan en las ganancias, pero las pérdidas las asume Alberto. Como en la derrota de las PASO donde Cristina lo acusó sólo a él, mientras ella amonestaba como si se tratara de una mera espectadora.
En fin, luego de que Máximo volviera a normalizar la anormalidad argentina, el país volvió nuevamente a ese patético bizarrismo al que nos tienen acostumbrados los personajes más asombrosos de la picaresca nacional.
Por eso, ya llegado el martes, se convocó a una surrealista, aunque semifallida, marcha para pedir la destitución inmediata de todos los jueces de la Corte Suprema de Justicia. Pero lo sugestivo es que la marcha no fue convocada por ciudadanos indignados frente a la lentitud o la permisividad de la justicia en actuar contra la delincuencia, sino por los propios delincuentes (los mayores de todos, los delincuentes de Estado) y sus abogados defensores. Toda una originalidad.
Así, se armó un escenario frente a un público traído en micros por la familia Moyano, que básicamente estaba compuesto por tres sujetos: un juez chiflado, un tomador de comisarías defensor de ayatollahs y el que se robó la casa de fabricar moneda. Ramos Padilla, D’Elía y Boudou fueron los singulares convocantes, conductores y locutores de esta nueva versión de la marcha de la bronca.
Pero la semana recién estaba en sus comienzos. Todavía faltaba mucho más. En particular el viaje de Alberto Fernández a Rusia en pleno conflicto entre ese país y Occidente -particularmente Estados Unidos- por Ucrania. Algo que en principio no tiene demasiado de malo en la medida en que Argentina debe tener una política exterior independiente de las grandes potencias y de sus conflictos. Pero a lo que no es malo en sí mismo, generalmente lo hacemos malo por el modo en que lo efectivizamos. Una especialidad nacional y popular.
En vez de hablar de las relaciones comerciales o culturales o incluso por vacunas entre Argentina y Rusia, Alberto decidió tomar posición en contra del FMI y Estados Unidos... precisamente en Rusia, cuando aparte del conflicto por Ucrania, nosotros estamos dependiendo... precisamente del FMI_ y Estados Unidos para concretar el acuerdo por la deuda.
El presidente argento se quejó en Rusia de la excesiva dependencia de nuestro país frente a Estados Unidos y el FMI y para remediarlo propuso una desmesura imposible como cuando Menem quiso mediar en el conflicto de Medio Oriente. Sólo que esta vez Alberto no busco mediar nada sino desafiar al imperio proponiendo a la Argentina para ser la puerta de entrada de Rusia en América Latina. Ni Menem ni Alberto tomaron noción de nuestra pequeñez geopolítica para cuestiones de esas dimensiones, pero hablaron porque el aire es gratis.
En este caso Alberto lo hacía frente a un zar imperial como Putin que por sus gestos se notaba que tampoco podía creer lo que estaba escuchando. “Yo a éste nunca le pedí tanto”, parecía estar pensando.
Lo peor de todo es que el presidente argentino no hace estas payasadas y estas provocaciones en busca de ser un actor importante de la política internacional. No, sólo lo hace para quedar bien con el cristimaximismo demostrando que es un antiimperialista derecho y cabal aunque tenga que firmar con el FMI. La política internacional absolutamente subordinada ni siquiera a la política nacional, sino a la interna del partido oficialista.
Alberto sólo le rinde cuentas a lo que él supone es el poder real. Por eso, para quedar bien con Cristina es capaz incluso de declararle la guerra al FMI y Estados Unidos si fuera necesario. Pero lo más patético es que de algún modo tiene sentido su razonamiento: porque si se subleva contra Cristina, ésta lo puede castigar efectivamente. En cambio el entero sistema de poder mundial lo considera intrascendente, y lo que diga, a favor o en contra, no lo tendrá en cuenta. Ni Putin se creerá que Argentina será su puerta de entrada a América Latina, ni Biden se mosqueará por criticarlo. Alberto (en realidad la Argentina de Alberto y Cristina) es inimputable y por eso dice cualquier cosa. La inexistencia actual del país en el concierto mundial -a la que este gobierno ha contribuido sustancialmente- es lo que hace que se puedan decir las imprudencias más grandes sin que pase absolutamente nada. La verdad es que nadie en el mundo quiere que le vaya mal a la Argentina, aunque a la vez Argentina cada vez le importa menos a todos.