Aún si hubiese sido perpetrado por un desquiciado, como una broma macabra, con un arma de juguete; el ataque a la vicepresidenta de la Nación debe ser repudiado y de hecho esa fue la reacción inmediata del arco político nacional. La convivencia democrática sólo se construye con argumentación y debate, en un ámbito de libertad y de tolerancia.
Los detalles centrales de los hechos ocurridos frente al domicilio de Cristina Kirchner en la Recoleta todavía no han sido esclarecidos. Por el momento, la hipótesis predominante es que el ataque fue la acción solitaria del agresor ya detenido.
Pero el impacto político es un fenómeno que nunca aguarda el fin de esos expedientes. El análisis debe emprender una lectura provisoria, encadenando las circunstancias previas y posteriores al hecho, interpretando la profundidad de la cisura que éste incorpora como novedad.
El sistema político argentino venía funcionando con signos claros de bloqueo por una imposibilidad simultánea: la de alcanzar acuerdos entre los actores relevantes y la de que alguno de ellos imponga a a los restantes una hegemonía. Un empate táctico entre dos imposibles. Surgió del último momento constitutivo de legitimidades reconocidas: la elección de 2021.
Ese esquema trabado puede constatarse al repasar las fricciones de carácter institucional que se sucedieron desde entonces. A modo de ejemplo: el naufragio del debate presupuestario en el Congreso; la retroactividad aplicada al Consejo de la Magistratura; las vacancias por resignación en la Corte Suprema de Justicia.
Buena parte de ese disfuncionamiento provenía de otro nudo irresuelto: la interna descarnada en el oficialismo, entre el Presidente y la vice, con un fiel de balanza insuficiente al mando de la Cámara de Diputados. Ese bloqueo interno crujió durante el acuerdo con el FMI y otra vez con la transición de Martín Guzmán a Sergio Massa en Economía. Por el momento parece haber concluido con el exilio interno y desdoroso del Presidente de la Nación.
Pero fue el colapso de la estrategia judicial del oficialismo, sincerada por los fiscales Diego Luciani y Sergio Mola, lo que puso en estado de máxima aceleración las tensiones para el intento de desempate hegemónico en curso. El gobernador bonaerense, Axel Kicillof, expuso esa interpretación en sus propios términos: el ataque a Cristina es un hecho inescindible de la escena judicial que la afecta.
Esta perspectiva es la que explica el salto argumental que protagoniza en estas horas, de manera unificada, el Gobierno: el ataque a Cristina la ha devuelto al lugar de la víctima que le estaban arrebatando los jueces (y en una dimensión simbólica todavía mayor: su nombre equivale a la democracia misma). Habiendo recuperado el oficialismo esa posición, el sistema debe reordenarse de inmediato desbloqueando definitivamente el empate hegemónico en su favor. Aquello que no operaron los votos, lo acaba de facilitar el agresor.
Este desempate por coacción es el que están percibiendo como amenaza los opositores. En un clima de debate gravemente alterado por el ataque a la vicepresidenta, la condición democrática de los que disienten sin violencia se encuentra sometida tras el atentado a la requisa incisiva de los “inspectores de repudio”.
Y todos los que aún consideran necesario, e imprescindible para el funcionamiento democrático, que la Justicia investigue la actuación pública de la expresidenta, están siendo forzados a absolver posiciones frente a un nuevo y flexible instrumento de cancelación de la crítica: la depuración normativa de los “discursos del odio”. Una bromatología restrictiva. Algo que (sólo para mencionar el caso de mayor estatura institucional) jamás aplicaría al Presidente rogando que el fiscal Diego Luciani no termine como Alberto Nisman.
El propio Fernández se prestó a un reduccionismo faccioso de la solidaridad democrática al convocar a una mesa multisectorial tras el ataque a Cristina Kirchner excluyendo a cualquier referente de la oposición política. Una convocatoria tan restringida que el vacío que dejaron gobernadores y parlamentarios de legitimidad indiscutida tuvo que ser rellenado con personajes de peso institucional desconocido, como el militante Ezequiel Guazzora.
Hay, además del intento de desbloqueo coactivo, un efecto sistémico adicional. Hasta el alegato de Luciani, el bicoalicionismo apenas estable que ratificaron las últimas elecciones venía desafiado por expresiones antisistémicas desde la ultraderecha emergente y la izquierda trepada al potro de la crisis social. El ataque a Cristina Kirchner es una cisura profunda en esa dinámica.
Una de las consecuencias posibles es el regreso a la polarización en los mismos términos que se presentó hasta las elecciones de 2019. Pero como en este caso el factor de ordenamiento es un hecho de agresión política, esa repolarización puede llegar recargada de tensiones más extremas.
Dicho en otros términos: el bicoalicionismo tironeado por los críticos de “la casta” a izquierda y derecha fomentaba, hasta el momento, una fragmentación que (la observación es del politólogo Alejandro Cattergerg) siempre tiende a darse en el espacio de centro, donde opera como tensor el atractivo de un sistema electoral con balotaje. Pero cuando una disrupción violenta -un atentado lo es- se ofrece como el reordenador de los ejes políticos en el contexto de una crisis económica grave, tampoco cabe descartar la posibilidad de un oficialismo asumiendo sin pruritos excesos antisistémicos y una oposición obligada a eludir con inteligencia estratégica ese desafío.