Después de 86 años, el muecín subió a uno de los cuatro alminares y entonó el adhan llamando al primer salat (oración), como ocurrió desde la caída de Constantinopla hasta la república de Atatürc.
En la interpretación del valiente Orhan Pamuk, ese canto letárgico que llama a las cinco oraciones diarias, en realidad le anunció al mundo que Turquía ha dejado de ser un Estado secular.
El viernes 24 de julio, poco después de que el adhan se esparciera por Estambul, los musulmanes confluyeron al templo milenario. La basílica de Santa Sofía volvía a ser mezquita, como si Constantinopla cayera de nuevo; esta vez, ante el sultánico Recep Tayyip Erdogán.
Al islamizar uno de los grandes símbolos de la cristiandad, el presidente turco no sólo apostó a la confrontación cultural; también clausuró el esfuerzo de Turquía por integrar la Unión Europea. Pero más grave es el peligro de generar otra ola de odio religioso, como la que a principios de siglo llevó a Samuel Huntington a teorizar sobre un “choque de civilizaciones”.
En el mismo puñado de días que islamiza la basílica de Santa Sofía, Erdogán se alinea con Azerbaiján en la escalada de tensión que ese país musulmán tiene con Armenia, su vecino cristiano en el Cáucaso con el que mantiene una antigua disputa por Nagorno Karabaj, enclave habitado por armenios dentro del territorio azerí.
El fantasma de Mehmet II sobrevoló el Bósforo cuando Erdogán decidió convertir en mezquita a Santa Sofía. La basílica que construyó Justiniano I en el siglo IV, con la caída de Constantinopla en el siglo XV pasó a ser mezquita y, 480 años después, Ataturk transformó en museo para que no sea piedra de la discordia entre musulmanes y cristianos.
El sultán Mehmet II convirtió en templo islámico lo que, en 1934, la revolución laica de Mustafá Kemal, Atatürk, transformó en espacio de encuentro y no de choque entre religiones. Con esa acción secular, el padre de la Turquía moderna le hizo honor al nombre, que no hace referencia a una mujer santa llamada Sofía, sino a la versión latina de griego “sophos”: conocimiento.
El templo que Justiniano dedicó al Libro de la Sabiduría, del Antiguo Testamento, ha vuelto a ser lo que fue durante medio milenio: una mezquita. Erdogán la entregó a Diyanet, el órgano religioso del Estado, y proclamó en lengua árabe el “renacimiento islámico” que debe abarcar “desde Bujará”, en Uzbekistán, “hasta Al Andaluz”, la actual Andalucía. Un discurso con ecos de Osama Bin Laden, Aymán al Zawahiri o Abu Baker al Bagdadí, porque usa términos de los ideológicos del jihadismo.
La conversión de Santa Sofía no es el primer avance sobre templos cristianos. El presidente ya había convertido en mezquitas varias iglesias de los cultos ortodoxos griego y armenio, además del Museo de Nicea, en Iznik, volviendo un centro islámico de oración a la basílica donde tuvo lugar el concilio del siglo IV que promulgó el primer Código de Derecho Canónico.
Pero Santa Sofía tiene más visibilidad mundial. Su presencia en la dimensión cultural es tan notable como su formidable arquitectura en las postales de Estambul.
Si Netanyahu convirtiera en Sinagoga la Mezquita de Al-Aqsa sería considerado, y con razón, una afrenta a los musulmanes. Aunque no sea equiparable, lo que hizo Erdogán está en la misma dimensión.
El partido del presidente se presentaba como equivalente musulmán a la democracia cristiana europea. Abdullhá Gül, uno de los impulsores del AKP (Partido de la Justicia y el Desarrollo) que ocupó la presidencia en el comienzo del post-ataturkismo, mantuvo la visión moderada en la que la religión aporta valores que guían la política pero no impera sobre la sociedad ni se apropia del Estado clausurando la diversidad religiosa, cultural y política. Por eso empezó a ser desplazado cuando Erdogán comenzó a construir un liderazgo hegemónico y personalista.
Ese proceso se aceleró a partir del 2016, con el intento de golpe de Estado que Erdogán, tras aplastarlo, convirtió en su propia Toma de la Bastilla y en argumento para justificar la persecución de disidentes.
La islamización de Santa Sofía amenaza la diversidad. Una muestra de populismo religioso que agrava las tensiones con Europa y, en particular, con Grecia y con los grecochipriotas.
Qué hacer, se preguntan las democracias europeas y sus aliados también culturalmente cristianos. El representante de la UE en Política Exterior y Seguridad, Josep Borrell, describió la encrucijada: no se puede actuar con la credulidad de Chamberlain hacia Hitler, pero tampoco como Juan de Austria, cuando en el siglo XVI condujo la flota de la “Liga Santa” que derrotó a la armada otomana en la Batalla de Lepanto.
*El autor es Politólogo y periodista Especial para Los Andes