Con las siguientes palabras describió Adolfo Alsina la obligación que, como ministro de Guerra del presidente Avellaneda, debía cumplir: “La misión que el Gobierno os ha confiado es grande: asegurar la riqueza privada, que constituye, al mismo tiempo la riqueza pública; vengar tanta afrenta, como hemos recibido del salvaje; abrir ancho campo al desarrollo de la única industria nacional con que hoy contamos; salvar las poblaciones cristianas de la matanza y del pillaje bárbaro —en una palabra—, combatir por la civilización”.
A pesar de la inestabilidad —económica y política— que golpeó al país durante esos seis años, a lo largo de esta administración se realizaron grandes avances, presididos por una importante expansión agrícola.
Los argentinos comenzamos a exportar carnes “enfriadas”, mientras nuevos ramales de trenes llegaban y se inauguraban pueblos. La red ferroviaria prácticamente se duplicó. Era un país joven, pujante, que con la Ley de Inmigración abrió las puertas a “todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”.
Consecuentemente fue necesario garantizar la seguridad y acabar con la violencia constante que ejercían los aborígenes a través de los malones. Agresiones que incluían asesinatos -incluyendo bebés-, violaciones, secuestros y, por supuesto, robo.
Mucho de lo que sustraían era posteriormente vendido en Chile. Alfredo Ebelot —ingeniero francés que trabajó en la frontera durante algunos años— dejó sus impresiones al respecto: “País montañoso y agrícola, Chile produce poco ganado y consume mucho, gracias a los robos que efectúan los indígenas, de los cuales aprovecha solapadamente. Allí han sido conducidos los centenares de miles de bestias con cuernos que han ido desapareciendo de las llanuras argentinas desde hace veinte años. El sector de la pampa abandonado a los salvajes es recorrido incesantemente por compatriotas chilenos que van de tribu en tribu engrosando sus rebaños con poco gasto. Estos especuladores poco escrupulosos suelen acompañar las invasiones y eligen en la misma estancia donde han nacido, los animales pagados por adelantado a los pillastres. Este comercio escandaloso ha contribuido mucho a perpetuar las incursiones”.
El gobierno argentino protestó formalmente a su par trasandino, pero solo obtuvo respuestas evasivas. La situación era realmente alarmante. Incluso hubo quejas por parte de miembros del Congreso chileno, denunciando la actitud de su propia Patria. Es que los indios vendían hasta a las cautivas del otro lado de la cordillera.
Por otra parte, muchos grupos aborígenes comenzaron a identificarse como chilenos, utilizando incluso la bandera de Chile. Nuestros vecinos los protegían con el fin de tomar la Patagonia por completo. Además, les obsequiaban todo tipo de suministros, mientras que los argentinos habíamos dejado de hacerlo.
La situación era verdaderamente alarmante, a lo que se sumó la temprana muerte de Alsina. Por suerte su lugar fue ocupado por un joven Julio Argentino Roca, que con apoyo del presidente Avellaneda, llevó a cabo la Conquista del Desierto.
Roca y el ejército argentino, liberaron a unas 400 mujeres de manos de los indios. Mujeres que eran ultrajadas a diario y golpeadas sin piedad. A muchas las encontraron con sus pies mutilados para que no pudiesen escapar, otras directamente fueron degolladas por sus captores antes de escapar de las tropas nacionales.
Lamentablemente, hace muchos años que esta parte de la historia se invisibiliza, construyéndose un relato afín al pensamiento “progre”. Fábula que sirve en la actualidad para justificar políticas mediocres y el caos.
* La autora es historiadora.