La Argentina hace muchas décadas que viene cuesta abajo sin solución de continuidad. Desde los años 70 del siglo XX con total seguridad pero en parte también desde los años 30 y 40, cuando se comenzó a constituir una sociedad donde el golpismo y el corporativismo impidieron el desarrollo progresivo de la democracia liberal, esa síntesis entre la Constitución de 1853 y la ley Sáenz Peña. Pero, desde que nació el siglo XXI, la decadencia se institucionalizó en el cuerpo entero del país, ya que todos los nervios centrales de la Argentina quedaron en sus manos. Con la ingeniosa variante de poner como sus principales defensores ideológicos a los representantes del progresismo argentino. Como en México con el PRI, se constituyó un país feudal conducido por patrones de estancia y capitalistas de Estado pero defendido en las casas de estudio universitarias por todas las variantes de la izquierda revolucionaria y en los sindicatos por los supuestos representantes de las bases trabajadoras. Los viejos revolucionarios al servicio de la nueva reacción. Aristarain en defensa del país de Insfran, por poner un nombre legendario que acaba de recobrar actualidad debido a aquello a lo que enseguida nos referiremos.
Argentina no puede cambiar para ningún lado porque tiene todos sus nervios centrales en manos de una dirigencia (no sólo política) con una enfermedad gravísima pero cuyos síntomas no los notan sus miembros, sino el resto del país: que la ganancia de esa elite sólo se produce con las pérdidas del resto de la población. No se trata de que los de arriba ganen más y los de abajo menos, en lo que podría llamarse una mala redistribución de la riqueza, sino que para que los de arriba ganen, los de abajo deben perder, que es algo absolutamente distinto. Por eso, que el país no funcione, a los más poderosos les viene bien ya que cada sector de poder tiene asegurada su quintita particular, a costa del bien general. Una oligarquía reaccionaria con relato revolucionario se ha apropiado de todo el país y lo está llevando a la ruina. Y sacar a esa gente de la conducción de los centros estratégicos del cuerpo nacional es una tarea dificilísima. De lo que está ocurriendo hoy en la Argentina, a ellos les tiene sin cuidado el sufrimiento del pueblo, lo que en verdad los horroriza es que el país se pueda empezar a desburocratizar, desregular y desestatizar (las tres palabras programáticas con las que coincidían en los inicios democráticos tanto el radicalismo liberal de precursores como Rodolfo Terragno, hasta el peronismo renovador en su integridad, los cuales lamentablemente fracasaron en implementar de un modo racional lo que Menem haría de modo populista y desordenado, pero que hoy se intenta nuevamente desde otra concepción, con la wikipedia desreguladora presentada por Sturzenegger).
Desde los 80 hasta la actualidad el estatismo regulatorio de tipo prebendario ha generado una oligarquía a su imagen y semejanza cuyo fracaso en el progreso nacional ha sido estrepitoso, pero cuyo copamiento de todas las instancias de conducción ha sido de un éxito estruendoso.
Y hoy, con todas las torpezas e improvisaciones del plan Milei, con todas las críticas y correcciones que pueda merecer (las cuales no son pocas), los representantes del régimen que sucumbió electoralmente el año pasado (porque luego de 20 años de kirchnerismo no se puede hablar de un gobierno, sino de un régimen) están dispuestos a morir (es un decir) con las botas puestas para defender el sistema que llevó a la miseria a las grandes mayorías argentinas, pero que hizo de ellos los amos absolutos de la Argentina y que aún siguen estando en los lugares centrales de la decisión, más allá de que gobiernen o no.
Esta semana han aparecido dos declaraciones ejemplares en el sentido de lo que estamos intentando explicar. No sólo por lo que dicen, sino por los que las dicen. Un sindicalista de izquierdas, Hugo Yasky y un director de cine progresista, Adolfo Aristarain, lanzaron las dos más grandes proclamas en defensa del régimen oligárquico “nacional y popular” que se tenga memoria. Quizá ni ellos mismos, llevados por su ciega pasión ideológica, tienen clara idea de todas las consecuencias que sus palabras traen consigo. De cómo un sindicalista de la CTA se pone a defender los intereses de todas las patronales del país, no sólo de la suya. Y de cómo un cineasta de izquierdas propone un golpe de Estado no militar sino de carácter insurreccional contra la democracia argentina. Son impresionantes sus declaraciones. Un estado de desesperación que es difícil de explicar debe haberlas ocasionado. En defensa de toda una elite que no quiere cambiar nada, aunque se haya apropiado -vía todos los Yasky y Aristarain que existen por doquier- de las palabras del cambio. Ni siquiera el gatopardismo inteligente de cambiar todo para que todo siga igual, sino el conservadurismo primitivo de no cambiar nada para que todo siga igual.
Lo del sindicalista de la CTA, Hugo Yasky, debería quedar en los libros de historia del futuro, porque expresa de una manera extraordinaria, como pocas veces se ha dicho, el papel que los sindicatos están hoy cumpliendo en la Argentina, que por supuesto, no sólo va en contra de los intereses de los trabajadores, sino que también va más allá de la mera defensa de los intereses corporativos del sindicalismo, para ponerse a expresar los intereses de la totalidad del país corporativo.
Dice Yasky: “Hay que terminar con la parodia de pensar que se pueden llevar puestas 300 leyes del país con un DNU o ley ómnibus, que se vota en un abrir y cerrar de ojos. Eso, si lo pudieran hacer, va a hacer un triunfo pírrico. Les va a durar poco. No se lleva por delante 300 conquistas de un pueblo simplemente porque hay un decreto”.
Con notable y asombrosa claridad, Yasky no se pone solamente en contra de la reforma sindical de Milei, sino de la totalidad de las leyes que se pretenden cambiar erigiéndose en representante de todas las patronales del país. Pero eso es apenas nada comparado con lo más impresionante de su declaración: que considera a las 300 leyes anticorporativas, como “300 conquistas del pueblo”, incluyendo entre esas conquistas populares a los registros nacionales del automotor y tantas otras maravillas regulatorias que enriquecieron, por su cercanía con el Estado, a la más ineficiente elite del poder que tuvo jamás la nación de los argentinos. Yasky no habla como sindicalista sino como empresario, pero como un empresario en contra de la libre competencia que quiere seguir viviendo como capitalista de Estado. No es ni un sindicalista reivindicativo ni un empresario emprendedor, es un mero oligarca de nuevo cuño. Confirma rotundamente nuestra presunción expresada en notas anteriores, que en el gobierno de Milei, la CGT ha decidido ponerse al frente, a la vanguardia de todas las corporaciones políticas para defenderlas a todas juntas, sin el menor pudor.
Pero toda esa increíble declaración de principios a favor de los ricos y en contra de los pobres por uno de sus supuestos representantes, es poco y nada comparada con la proclama de uno de los más importantes directores de cine argentino, con merecida fama y reconocimiento internacionales, Adolfo Aristarain, quien afirma cuerpo de suelto, que a Milei lo votó “un grupo lamentablemente numeroso de imbéciles, ignorantes y zombies que una vez votó a Macri, y ahora a su bufón Milei”. Y que para solucionar ese problema, nos ofrece la siguiente propuesta: “No hay que darles tiempo. Hay que ganar la calle. El paro de la CGT tiene que ser por tiempo indeterminado: hasta que caiga el gobierno”.
Si lo dicho por Aristarain hubiera sido pronunciado en los años 70, habría sido una proclama maoista o trotskista, la de aquellos partidos de ultraizquierda que proponían para el país la fórmula de “Ni golpe ni elección, insurrección”. Vale decir, ni golpe militar ni elección burguesa, sino el pueblo en las calles para que con su violencia insurreccional de masas destruya al sistema. Claro que en aquel entonces en el país lo que había eran gobiernos militares y hoy ya llevamos 40 años continuados de democracia, algo que, quizá un tanto demodé, se la olvidó al culto cineasta. Y que, aún así, hay que ver adonde nos llevó la violencia insurreccional versus la militar, para proponer volver a repetir el mismo esquema.
Pero lo cierto es que el manifiesto delirante de Aristarain (que es la de alguien que se siente más allá del bien y del mal, alguien frente al cual los decires místicos de Milei sobre sus perros o sobre su relación con Dios, semejan la racionalidad más pura) no sólo proclama el “golpismo sindical”, sino que en la línea del pensamiento reaccionario más elitista de ultraderecha acusa de “imbéciles, ignorantes y zombies” a los millones y millones de votantes que ahora eligieron a Milei y antes a Macri. Por lo cual no sólo está proponiendo la finalización de este gobierno mediante el golpismo insurreccional en las calles, sino la gestación de otro mediante el voto calificado, donde sólo voten los que no votan por gente como Milei o Macri. Y lo peor de todo es que estas cuestiones no las deducimos nosotros de una interpretación subjetiva de sus decires, sino que las dice directamente él. Un hombre como Aristarain que por la calidad de sus películas bien puede ser considerado (y así lo consideran muchos desde hace mucho tiempo) como el John Ford argentino. Pero, que al igual que uno de nuestros mejores cantantes, Fito Páez ,que dijo sentir asco por sus vecinos que votaban a Macri (aunque no se privara de vivir en las mismas mansiones y los mismos barrios de esos “asquerosos”), Adolfo Aristarain en vez de parecerse al gran John Ford o de lanzar proclamas de libertad, igualdad y fraternidad a lo Voltaire (como hizo en muchas de sus películas), decidió convertirse en un émulo de Dady Brieva, en una caricatura de sí mismo, en un servidor de intereses ajenos, por causa de un ensoberbecimiento ideológico que le hace confundir (como a tantos otros grandes creadores presos de su inmensa e incontrolable vanidad) la defensa de los intereses populares con la negación del valor de la elección de los ciudadanos. Con lo cual de hecho está proponiendo el voto calificado. Y que con la interrupción del orden democrático al sugerir tomar las calles por los sindicatos, está incitando al delito de sedición, de usurpación de la autoridad o soberanía, ya que el artículo 22 de nuestra Carta Magna afirma que “el pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución. Toda fuerza armada o reunión de personas que se atribuya los derechos del pueblo y peticione a nombre de éste, comete delito de sedición”.
Es una pena que el progresismo argentino, que con sus mejores militantes en los 70 criticó la extrema violencia de los grupos guerrilleros, que luego mantuvo en alto la bandera de los derechos humanos durante la dictadura militar, que propuso profundizar la democracia durante la presidencia de Alfonsín manteniendo una equidistante distancia crítica del gobierno, que fuera el principal luchador en los 90 contra la corrupción menemista... Sin embargo, apenas Néstor y Cristina Kirchner los convocaron a formar parte del poder político oficial, éstos adoptaron en un abrir y cerrar de ojos los vicios de todos los que antes habían criticado y renunciaron a toda distancia crítica frente al poder. Se convirtieron en oficialistas y con ello adoptaron los vicios de todos los oficialistas, tratando aún así de conservar el aura de moralidad que ellos, por ser de izquierda, creen encarnar. Y hoy, desalojados coyunturalmente del gobierno, han decidido intentar el retorno apresurado con las peores concepciones sostenidas por las ultraderechas que esos progres dicen atacar: negar la validez del voto popular y apostar a la acción destituyente contra el gobierno elegido por el pueblo. No lo decimos nosotros, lo dicen ellos. Una verdadera pena.
* El autor es sociólogo y periodista. clarosa@losandes.com.ar