Hubo saqueos a comercios tras la devaluación de Sergio Massa, pero con una modalidad distinta. Ya no son aquellas manifestaciones que se conocieron años atrás, que la política justificaba como casos de hurto famélico, sino saqueos de hordas a mano armada, organizadas para delinquir. De pronto, el gobierno peronista se encontró con un fenómeno distinto, aunque esperable.
En otras ocasiones, los saqueos eran admitidos con una actitud prescindente de las fuerzas de seguridad. Esta vez hubo órdenes para que las fuerzas de seguridad actúen, pero fueron insuficientes. Se presentó en escena un fenómeno de delincuentes no sólo organizados, sino autónomos de sus antiguas referencias políticas.
El clima social se tensó aún más por la coexistencia de ese fenómeno con la persistencia de la protesta de organizaciones sociales que gerencian enormes partidas presupuestarias, pero ya no contienen la conflictividad social. Mientras los saqueos de delincuentes atemorizaban a comerciantes pequeños y compradores humildes, el movimiento piquetero aparecía sólo para agregarle más sensación de desorden al Gobierno que los financia.
La administración de Alberto Fernández, Cristina Kirchner y Sergio Massa quedó complicada en toda su línea de flotación: hambre, desorden, delito. Con el gobierno asociado en todos los tramos de ese itinerario tan poco virtuoso. Con su política económica acentuando el hambre, con sus organizaciones sociales legitimando el desorden, con el abolicionismo ideológico disculpando el delito.
Los saqueos organizados desbordaron también otras instancias institucionales que se autoperciben como diques de contención para la tensión social. Un caso sintomático es el de la Iglesia Católica, ahora plenamente conducida en la Argentina por la línea más cercana a Jorge Bergoglio. La realidad social y política está señalando un fracaso estructural del bergoglismo político. Tuvo un candidato presidencial propio de escaso predicamento, como Juan Grabois, y en infortunada coincidencia con los saqueos delictivos ungió como asesor al referente vernáculo del abolicionismo penal, Raúl Zaffaroni.
Todas estas novedades están marcando que el país se enfrenta a una crisis como la de 2001, pero en un escalón más abajo en la escala de degradación social. Massa pretendió exhibir como un logro el demorado acuerdo con el FMI. Por primera vez, el FMI admitió con todas las letras que el programa pactado con la Argentina “descarriló”. La economía caerá 2,5%, con una inflación de 120% para el año y un aumento del desempleo.
La campaña de Massa tuvo un sacudón adicional desde Paraguay. El ministro y candidato se lanzó a la aventura de la diplomacia. El presidente paraguayo, Santiago Peña, dijo lo que cualquier argentino piensa de Massa: “No le compraría un auto usado”. Probablemente Cristina y Alberto coincidan con él.
Pero el presidente emérito de Argentina tampoco tuvo una semana para ufanarse. Alberto Fernández celebró una alianza con Rusia y los restantes socios del grupo BRICS, mientras Vladimir Putin estrenaba la muerte de su adversario, Yevgueni Prigozhin. El jefe mercenario cayó en un vuelo mortal. Putin prometió investigar. En Europa ironizan: hasta la caja negra del avión se abstendrá de declarar.
Candidatos evaluados
Todos los efectos sociales y políticos de la economía mandan ahora en la campaña. El desafío de esa multiplicidad interpela en primer término al triunfador de las Paso, Javier Milei. Le han comenzado a escrutar sus propuestas económicas. Su partido multiplicó la vocería económica para preservar a Milei y permitirle nuevos golpes de efecto, como su repentino romance con una actriz.
Pero a mayor cantidad de voceros, mayor imprecisión de la propuesta. En la semana hubo al menos cuatro versiones distintas del plan de dolarización. Algunas transformaron la idea en un abordaje tan gradualista que en las redes sociales rebautizaron al ganador de las Paso como “Javier Delay”.
Juntos por el Cambio todavía procesa el daño -previsible- que se hizo con la idea peregrina de una interna danesa mientras el país se despeñaba en la crisis. Su candidata, Patricia Bullrich, enfrenta el mayor de sus desafíos: recuperar la nitidez. Para conseguirlo está intentando redefinir el dilema que propone para la elección general. Antes de las Paso su consigna era sencilla: que se vayan ellos.
Ahora está forzada a recalcular. Su nueva consigna es contra cualquier populismo. Hacía allí se orienta su denuncia de un pacto entre Massa y Milei. Una relación en la que observa más abrazos que polarización. En la arenga que hizo ante los referentes de Juntos por el Cambio impuso su línea: si gana Milei, habrá un gobierno inestable y volverá al poder el actual oficialismo.
A Bullrich también comienzan a exigirle precisiones. Frente al maximalismo irracional de Milei su tarea es más compleja: debe encontrar una sintonía fina entre la profundidad y la probabilidad de las reformas que impulsa. Esa tarea activa, a su vez, una cuerda sensible en Juntos por el Cambio: la posición de Mauricio Macri.
Macri, que tanto desestimó la teoría de la masa crítica para el cambio que postulaba Horacio Rodríguez Larreta, quedó entrampado tras el triunfo de Milei en una encerrona similar. Para Macri ya triunfó en las Paso una masa crítica del cambio, sumando los votos de Milei y de Bullrich. Esa aritmética del consenso fue desechada por Milei, que por cortesía le ofreció un halago y un cargo. Al asociar a Massa con Milei, Bullrich tomó un camino distinto.
El populismo autopercibido “progre” de Massa suma a Milei y Bullrich como “la derecha que viene por los derechos”. El populismo antisistémico de Milei suma a Bullrich y Massa, como “integrantes de la casta”.
Bullrich le propuso a Juntos por el Cambio un sendero difícil, pero inevitable: el desfiladero angosto entre esos dos populismos. Entre la eclosión del país tumbero, que se adueñó de las calles esta semana, y el arribo inminente de “las fuerzas del cielo” que promete la militancia del candidato libertario.