La pandemia de coronavirus coloca al gobierno nacional ante otro gran desafío. Como en marzo y abril de 2020, pero con mucha menor rigurosidad, por ahora, el Poder Ejecutivo debió recurrir a medidas restrictivas para intentar frenar los efectos de la temida segunda ola de Covid-19, que ya impacta en miles de argentinos.
El año pasado el argumento de la cuarentena estricta fue equipar al sistema de salud mientras crecía lentamente el nivel de contagios; ahora de lo que se trata es de mermar la circulación de personas para poder apurar el irregular ritmo de vacunación que estamos teniendo.
Un sector de la oposición criticó las nuevas medidas restrictivas por entender que su aplicación responde más a intereses políticos del oficialismo que a una necesidad sanitaria ante el nuevo avance de la pandemia. Una postura discutible, a no dudarlo, pero que crece en medio de las promesas incumplidas del Gobierno nacional con respecto a la llegada de dosis de vacunas y a la incertidumbre que genera la endeble situación económica.
Hace un año el presidente de la Nación y su gobierno crecieron en la consideración ciudadana, entre otras cosas, por el buen trato que dispensaron a gobernantes de provincias de distinto signo político, incluyendo al jefe de Gobierno porteño, con quienes consensuaron la mayoría de las medidas adoptadas y cuando hubo diferencias priorizaron la búsqueda de consenso.
Sin embargo, la “eterna” cuarentena fue deteriorando aquella sintonía política y generando una crisis económica que ahora le juega en contra a la imagen presidencial y del oficialismo en general.
En estos días, en una de sus habituales declaraciones radiales, el presidente Alberto Fernández cuestionó duramente a dirigentes de Juntos por el Cambio que criticaron sus medidas calificándolos de “imbéciles” y “miserables”.
Una lamentable desmesura
Como era de esperar, desde la oposición hubo algunas respuestas para nada amigables y fue así como se escuchó decir que el Presidente reacciona “como un barrabrava”, entre otras consideraciones también críticas, pero más atinadas.
Este escenario resulta lamentable para la imagen de nuestro país. Que la Argentina se caracterice por tener un sistema presidencialista fuerte no implica que la máxima autoridad pretenda confrontar en cada intervención pública que tiene, o mantenga con quienes no coinciden con su gestión un desmesurado ir y venir de apreciaciones a través de los medios y las redes sociales. Incluso a veces es al revés, ya que la diatriba generalizada más que demostrar fortaleza puede reflejar debilidad, impotencia para actuar frente a la realidad.
Pero sea de un modo u otro, pretender ejercer una presidencia muy activa, con visible protagonismo, no autoriza a sobrepasar los límites que el decoro de tal investidura constitucional exige.
Se puede disentir en el ejercicio del poder, pero nunca alentando confrontaciones y menos aun descalificando a los adversarios políticos, incluso cuando éstos demuestren una postura equivocada.
Estos malos ejemplos por lo general alientan a las posturas autoritarias que suelen esar presentes en las grandes estructuras políticas. Esas posturas para nada se identifican con lo que debería ser siempre un sistema democrático de elementales consensos entre mayorías y minorías. Ese equilibrio suele ser otra asignatura pendiente de nuestra dirigencia.