En 1917, al cumplirse 100 años del Cruce de los Andes se realizaron en Mendoza grandes festejos y conmemoraciones, que incluyeron un monumento para perpetuar la memoria de Fray Luis Beltrán. Se trata de la estatua que podemos observar en la Alameda y fue inaugurada el 12 de febrero de dicho año. La fecha corresponde a la batalla de Chacabuco.
Donada por la Sociedad Santa Cecilia y bendecida por Monseñor Américo Orzali, durante su visita pastoral a tierras mendocinas, la escultura fue obra de Juan Manuel Ferrari, también autor del monumento en el Cerro de la Gloria.
La de Beltrán fue una obra inconclusa ya que el artista falleció repentinamente, con sólo 42 años.
La misma fue finalizada gracias a la intervención de Francisco P. Moreno, presente en Mendoza el día de la inauguración como presidente del comité de aquellos festejos.
Centrándonos en el hombre detrás del bronce, sobre este infalible del Cruce escribió en 1920 Jaime Brull: “en Mendoza, San Martín, que tenía un tacto infalible para conocer a los hombres, le confió al padre Beltrán la fundación y la dirección de la maestranza del ejército. Ahora, cualquiera podría fundar una maestranza militar, pues se pueden encargar completas a Europa; pero en 1815, en Mendoza, la cosa era muy distinta. El padre Beltrán tuvo que improvisarlo todo, porque nada había. Su ciencia la había aprendido sin maestros: en los libros y en la experiencia de la vida diaria, por una poderosa imaginación, que le hacía inventar, en el momento oportuno, el aparato más sencillo para hacer lo que parecía más difícil y complicado”.
Por su parte, Bartolomé Mitre lo definió como un “Vulcano vestido de hábitos talares (…) él forjó las armas de la revolución. En medio del ruido de los martillos que golpeaban sobre siete yunques y de las limas y sierras que chirriaban, dirigiendo a la vez trescientos trabajadores, a cada uno de los cuales enseñaba su oficio, su voz casi se extinguió al esforzarla, y quedó ronco hasta el fin de sus días. Fundió cañones, balas y granadas, empleando el metal de las campanas que descolgaban de las torres por medio de aparatos ingeniosos inventados por él. Construía cureñas, cartuchos, mixtos de guerra, modulas, caramañolas, monturas y zapatos; forjaba herraduras para las bestias y bayonetas para los soldados; recomponía fusiles y con las manos ennegrecidas por la pólvora, dibujaba sobre la pared del taller con el carbón de la fragua, las máquinas de su invención con que el ejército de los Andes debía trasmontar la cordillera y llevar la libertad a la América. Fue el Arquímedes del ejército de los Andes”.
El final de padre Beltrán no fue tan glorioso como su lugar en la historia, sin embargo verlo de pie en nuestra Alameda –la misma que seguramente recorrió muchas veces junto a San Martín- parece brindar un atisbo de justicia póstuma a este verdadero patriota.
*La autora es Historiadora.