Jujuy muestra una turbulenta postal de asonada golpista a cielo abierto, mientras el Chaco exhibe una desopilante postal de política social “privatizada”.
La inquietud que desembocó en protesta es entendible. Gobernar Jujuy no es lo mismo que gobernar Córdoba, Santa Fe o Buenos Aires. En Jujuy el componente indígena de la sociedad es inmenso y protagónico. Las decisiones que puedan afectar el vínculo entre un territorio y sus habitantes ancestrales, deben manejarse con cuidados especiales. Esas comunidades, que además de habitar un territorio se sienten parte de él y lo veneran, deben ser tenidas en cuenta y consultadas respecto a todo lo que modifique o pueda modificar la relación de la sociedad con esas tierras.
Gerardo Morales no tuvo el cuidado necesario al impulsar las reformas de dos artículos constitucionales que abordan la cuestión de la propiedad en áreas con minerales estratégicos. Eso explica que la iniciativa inquietara a comunidades indígenas, incluso que las movilizara para protestar. Pero cuando el gobernador jujeño desistió de reformar ambos artículos y los dejó como estaban en la Constitución de 1986, la protesta debió al menos atenuarse. Sin embargo, ocurrió todo lo contrario: la protesta se agravó. En ese preciso momento, el estallido que sacude al país con epicentro en Jujuy dejó a la vista el largo brazo de aparatos políticos nacionales que encienden mechas para detonar estallidos sociales.
El kirchnerismo y Cristina Kirchner, necesitados de patear tableros debido a su creciente debilidad política y deseosos de sacar el foco de atención del aberrante femicidio que dejó a la vista el desborde criminal que tiene la “privatización” de la política social que el populismo de izquierda lleva décadas practicando, movilizó el activismo izquierdista que le obedece, así como la sed de revancha de Milagro Sala y su gigantesca estructura cuasi-miliciana, además de conseguir expertos artilleros de batallas con piedras llegados desde Bolivia. El objetivo de azuzar una intifada jujeña es tumbar al gobernador radical que podría, además, ser el próximo vicepresidente de un gobierno de JxC.
Morales tiene un lado opaco y sobran razones para cuestionarlo. Pero el nivel de violencia que cobró la protesta cuando debía, al menos, atenuarse porque el gobernador había cedido, sitúa el estallido social en la misma dimensión del asalto al Capitolio impulsado por Trump y el asalto a los edificios de los poderes federales en Brasilia.
Se trata de asonadas golpistas a cielo abierto. La del 6 de enero del 2021 en Washington quiso destruir un proceso electoral; la que ocurrió en la Plaza de los Tres Poderes de Brasilia el 8 de enero del 2023 quiso derrocar a Lula, y las turbas que desataron lluvias de piedras y el intento de ocupar la legislatura jujeña tiene el objetivo explícito de derrocar al gobierno provincial que encabeza Gerardo Morales.
En Jujuy, el populismo había “privatizado” la política social entregándosela a Milagro Sala, la propietaria de lo que, en los hechos, es como una empresa: el Movimiento Tupac Amaru. Si esas descomunales transferencias de dinero de las arcas públicas para la construcción de barrios no fuese una privatización fáctica de la política social, Milagro Sala no habría podido convertirse en una poderosa y agresiva patrona de miles de personas. Manejó esos fondos como si fueran propios y construyó una estructura a su imagen y semejanza.
Lo mismo hizo Emerenciano Sena. Pero el ex piquetero chaqueño es una versión kitsch de la dirigente jujeña. Con el torrente de dinero que fluyó desde las arcas públicas hacia su agrupación social, Sena se enriqueció desmesuradamente adquiriendo campos, residencias y vehículos caros. A renglón seguido, aplicando la premisa de Néstor Kirchner de que “la izquierda te da fueros”, puso la imagen icónica del Ché Guevara en los muros de las escuelas, barrios y centro comunitarios que construyó, donde además flameaban banderas cubanas y en los actos ceremoniales ponía a niños y a empleados a cantar canciones guevaristas. El suyo fue un izquierdismo de merchandaising que traspuso las fronteras del ridículo.
Que haya barrios, escuelas, bibliotecas y centros comunitarios llamados “Emerenciano”, muestra el desopilante nivel de arbitrariedad alcanzado. Que Jorge Capitanich entregara fondos públicos a un tipo que financiaba con ese dinero su propio culto personalista, justificaría un juicio político al gobernador chaqueño. Capitanich tendría que explicar por qué financiaba un cachivache ideológico y, sobre todo, por qué permitía semejante ejercicio de patrimonialismo sobre obra construida con dineros públicos.
Ni siquiera hacía falta un femicidio monstruoso como el que ocurrió a la sombra de ese personaje cuyo nombre parece sacado de un texto de García Márquez. El sólo hecho de que haya escuelas y barrios llamados “Emerenciano”, además del enriquecimiento obsceno de ese clan tan delirante como criminal, corrobora que el populismo de izquierda “privatiza” la política social para crear mandarines con legiones propias al servicio del liderazgo que los engendra.
* El autor es politólogo y periodista.