Israel merodea los bordes de su grieta. La sabe oscura y abismal, pero no encuentra el modo de alejarse de ella. El gobierno extremista puso en pausa su ofensiva contra el poder judicial, pero no parece dispuesto a enterrar la reforma con la que Benjamín Netanyahu pretende conjurar los procesos por corrupción que avanzan contra él, al precio de permitir a sus socios fundamentalistas reemplazar la democracia secular por un régimen religioso.
A largo plazo, la demografía amenaza el futuro de la democracia israelí, porque las comunidades ortodoxas tienen tasas de natalidad superiores al resto de la sociedad. Ese crecimiento se ha reflejado en la radicalización de los partidos religiosos. Y esa radicalización acrecienta un riesgo del que los israelíes siempre se sintieron inmunes: la guerra civil.
Siempre hubo partidos religiosos en las coaliciones de gobierno. Mafdal, que representaba al sionismo religioso, y Agudat Yisrael, que agrupaba al judaísmo ortodoxo, integraron el llamado Alineamiento, la coalición de centroizquierda que encabezaba la fuerza política que luego se convertiría en el Partido Laborista. Esos partidos religiosos de posiciones moderadas en 1977 cruzaron a la otra vereda, sumándose al primer gobierno del Likud, que encabezó Menahem Beguin y contó con el apoyo de Shlomtzion, partido creado por Ariel Sharon.
También el Shas, que es el partido de los sefaradíes “observantes de la Torah”, había integrado gobiernos de la izquierda y de la derecha. La diferencia entre aquellas fuerzas y los actuales miembros de la coalición gobernante, Sionismo Religioso-Poder Judío y Judaísmo Unido de la Torah, es que estos socios de Netanyahu tienen posiciones extremistas que van desde el fundamentalismo hasta el supremacismo judío. Ergo, están dispuestos a enterrar definitivamente la “solución de los dos Estados” para convertir la totalidad de Cisjordania en la antigua Judea y Samaria, y a reemplazar el código civil y demás leyes laicas por una jurisprudencia inspirada totalmente en el Talmud y demás textos sagrados. O sea, avanzar hacia una suerte de “sharía” hebrea.
Que los partidos religiosos ya no sean un equivalente israelí de las democracias cristianas de Europa y Latinoamérica, pone en riesgo el sistema al que nació abrazado el estado de Israel: la democracia moldeada en el Estado de Derecho occidental.
Como una porción aún mayoritaria de la población (pero que tiene la mayor tasa de abstención electoral) no está dispuesta a perder la democracia y sus leyes seculares, las calles de Tel Aviv, Jerusalén, Beersheva y otras ciudades se inundaron de manifestantes dispuestos a resistir la ofensiva de un déspota empeñado en convertir el gobierno en una guarida inexpugnable.
Israel no tiene una constitución, sino un conjunto de leyes fundacionales que son interpretadas por los jueces supremos. Esto convierte al máximo tribunal en la instancia de contención y control al poder político.
Desde que Netanyahu inició una era de gobiernos radicalizados hacia el conservadurismo, esa instancia de contención y control funcionó gracias a que la mayoría de los jueces supremos adhieren al secularismo liberal-demócrata. Por esa razón, el gobierno extremista de Netanyahu y sus socios ultra-religiosos ha decidido derribar ese muro.
Para el primer ministro, el objetivo principal es disponer de un instrumento que, como la designación de jueces, le permita destruir los procesos judiciales que avanzan contra él por casos de corrupción. Pero para los partidos fundamentalistas que integran la coalición de gobierno, la meta es reemplazar las leyes seculares por una jurisprudencia inspirada en el Talmud y otros textos sagrados, haciendo que Israel deje de parecerse a las democracias occidentales y se asemeje a regímenes como el saudita.
En defensa de la democracia amenazada, salieron cientos de miles de israelíes a protestar. También salió el arco político secular, desde la izquierda hasta la centroderecha, además de militares y los sindicatos más poderosos del país.
Además, salieron al cruce del proyecto autoritario de Netanyahu los gobernantes de Estados Unidos, Alemania, Gran Bretaña y Francia.
Incluso aparecieron grietas en el propio gobierno. Haber echado al ministro de Defensa, Yoav Gallant, porque llamó al diálogo y la negociación para construir consensos que eviten división y enfrentamiento entre israelíes, fue una clara señal del nivel de intolerancia y radicalización del actual gobierno.
El Likud vive con Benjamín Netanyahu un proceso similar al que impuso Donald Trump en el Partido Republicano. La pregunta es si la fuerte resistencia democrática logrará conjurar definitivamente el proyecto autoritario del gobierno.
Es posible que la sombra inquietante del caos y la violencia política entre israelíes, haga regresar el Likud a la centroderecha y también que revierta el proceso que lleva décadas reduciendo a la insignificancia al Partido Laborista, al Meeretz y a las otras fuerzas del centroizquierda.
* El autor es politólogo y periodista.