Hablemos un poco de esa mala palabra: la política

Para superar a la mala política, hoy la Argentina necesita no menos política sino más, pero de la buena: aquella que ante la imprescindible necesidad de un gran cambio revea la decadencia con que navegamos hace décadas, sepa ver el futuro y contener e implicar a todos los actores que apoyan las transformaciones (inclusive a los remisos, que suelen ser mayoría). El problema es si están los políticos para ejecutar esta política. A juzgar por lo que ocurrió esta semana, parece que no están.

Hablemos un poco de esa mala palabra: la política
Patricia Bullrich, Miguel Ángel Pichetto y Mauricio Macri

El político no es un santo, pero tampoco inevitablemente un corrupto. Busca -como casi todos los hombres- un objetivo personal para ejercer sus funciones. Tal cual el empresario busca el dinero o el religioso su salvación o el amante su placer. Ahora bien, un amante busca su propio placer pero -si es un buen amante- su placer es más profundo cuando satisface plenamente al de su amada/o. Un empresario busca ganar dinero, pero se realiza como buen empresario cuando su pasión le permite enriquecerse haciendo crecer a su empresa y sumarla al desarrollo de su comunidad. Un religioso que se salva salvando a los demás es altamente meritorio si logra hacer las dos cosas a la vez.

El político que lo es por vocación, busca en primer lugar (en vez de dinero, salvación o placer) el poder para sí mismo, pero quiere el poder porque -además de gozarlo individualmente- está obsesionado con la posibilidad de hacer cosas, de construir y/o transformar su comunidad. Y su valía se verifica cuando su poder crece mientras más hace crecer el de su comunidad. La política puede estar en manos de políticos que no la honran, pero su verdadero sentido transformador se da con los que la honran.

Mirabeau y la revolución francesa

El filósofo español José Ortega y Gasset pone como ejemplo de buen político al conde de Mirabeau, un dirigente clave en los momentos del inicio de la revolución francesa de 1789. Poco transparente en su vida personal, pero poseído por la pasión de la política transformadora, tanto que según el filósofo, fue el único que entendió el verdadero sentido de la historia en esa época tumultuosa donde todo cambiaba, donde todo lo sólido se desvanecía en el aire y nadie tenía claro hacia donde iban las cosas. Él no sólo intuyó el futuro sino que intentó construir las condiciones de su posibilidad. Pero las motivaciones de los actores revolucionarios estaban cegadas por el sectarismo, el odio y la división en vez de la pasión por gestar lo nuevo. Y así les fue. Sostiene Ortega y Gasset que la muerte prematura de Mirabeau en 1791 resultó determinante para la ceguera histórica con que se construyó arrebatadamente la revolución. Era Mirabeau la forma racional de forjar el futuro pero se impuso Robespierre, o sea el fundamentalismo mesiánico que luego de que la revolución la hubiera emprendido contra sus enemigos históricos y cortado la cabeza al rey y la reina, el jacobino se encargó de eliminar uno por uno a todos sus compañeros de revolución, hasta que cuando ya no quedaba nadie, la guillotina cayó también sobre él, por la mera lógica de la inercia revolucionaria cuando en vez de conducir la historia uno se deja conducir por ella. Luego vino la anarquía, después el imperio en vez de la república y al final la restauración monárquica absolutista. Recién en 1830 se construyó, quizá por cansancio histórico, el modelo que proponía Mirabeau en 1789: la monarquía constitucional, con la que Francia comenzó, 40 años después, lo que podía haber empezado apenas tomaron la bastilla.

La Argentina necesita un Mirabeau... o más de uno

Hoy la Argentina necesita su propio Mirabeau, aquel que ante la imprescindible necesidad de un gran cambio revea la decadencia con que navegamos hace décadas, sepa ver el futuro y contener e implicar a todos los actores que apoyan las transformaciones (inclusive a los remisos, que suelen ser mayoría).

Esta semana, el presidente Javier Milei volvió a esa faceta de su personalidad que fuera su sello de origen hasta que perdiera la primera vuelta en manos de Massa. Recién allí, cuando todo se le puso complicado para atraer a los sectores liberales moderados que habían votado por Patricia Bullrich, cambió de actitud. O lo hicieron cambiar. Hasta entonces él creyó que debía multiplicar al extremo su enfrentamiento contra todo el que no pensara exactamente igual a él. Y, sobre todo, como Robespierre, contra aquellos con los que podría coincidir en las cuestiones fundamentales. Porque todo fundamentalista tiene de enemigo principal al potencial aliado y suele dejar de lado al verdadero enemigo. Eso es el espíritu de secta, el sectarismo. “Yo soy el único que represento la verdad, los que se me parecen son impostores, pretenden semejárseme, sin tener nada que ver conmigo y por eso son más peligrosos que los enemigos que quieren diferenciarse en todo de mí”. Entonces suele suceder que a veces el sectario se identifica más con el enemigo que con el potencial aliado, porque al primero lo ve, aún en posiciones opuestas, como su par y al segundo como su competidor, el que lo quiere sustituir. Tal cual Robespierre creyó de Danton y de tantos otros íntimos amigos a los que terminó guillotinando por desconfianza o para ofrecer cabezas a la multitud indignada.

Con su sectarismo Milei perdió la primera vuelta en la cual por milagro, vale decir por apenas tres puntos, Massa no se impuso como presidente. A partir de allí dejó de lado, quizá por primera vez su veta antipolítica y recurrió a la política y a los políticos para pelear el balotaje. Con la ayuda fundamental de Macri. Y de Patricia Bullrich, a la que en la campaña había atacado mucho más que a Massa. Pero lo cierto es que simulando o no, se volvió una figura potable incluso para muchos que al personaje anterior jamás lo hubieran votado. Y le fue más que bien. A su inicial voto propio del 30% casi lo duplica, mientras que Massa, salvo la izquierda, no sumó nada. Todos los que no votan peronismo, lo votaron a él. Admiradores y desconfiados. Fans y moderados. Por abajo una mayoría favorable a un cambio profundo, por las razones que fuera, resurgía.

Ahora, como presidente, hay que ver cual de las dos es su verdadera personalidad. Cosa que nadie sabe a ciencia cierta aunque muchos lo sospechan. Lo cierto es que desde que asumió navegó entre las dos aguas, quizá por no poder superar una gran contradicción: sabe que su poder institucional es limitado y por eso necesita aliados políticos, pero sabe también que su principal poder es diferenciarse del resto de los políticos, más aún ahora que deberá llamar cada vez a más políticos para gobernar porque con los suyos no alcanza ni para administrar un quiosco. Llevado por esa contradicción entre lo que le dicta su temperamento versus lo que le dicta la realidad, se venía moviendo entre uno y otro extremo, con una actitud rara: mientras su gente negociaba la ley ómnibus con sus probables aliados, él no se privaba de atacarlos y menospreciarlos a través de las redes, todas las veces que podía, como si quisiera que todo fracasara.

No obstante, el aprobar, aunque fuera parcialmente la ley ómnibus significaría un gran triunfo político del gobierno. Y en un momento se pudo lograr. Pero fue fugaz. Porque reaparecieron con toda la furia sus tendencias atávicas, sus pulsiones internas y acabaron con una obra -pacientemente construida- de consenso muy importante que llegó al inusual y singular éxito de que un gobierno ultraminoritario lograra que se votara en general por 144 votos su ley fundamental. Y no una ley más, sino un compendio de todo lo que hace a la parte desregulatoria de su gobierno. Algo así como los fundamentos culturales para cambiar estructuralmente el país corporativo que aún nos gobierna. País corporativo que esta semana festejó cuando se cayó la ley por torpeza de los renovadores, sean unos u otros los culpables.

También es cierto que si se aprobaba la ley completa o en parte, del mismo modo que si siguiera en vigencia lo fundamental del DNU, nada cambiaría en la vida de las personas de un día para el otro, pero se sentarían las bases de un nuevo país porque es un estudio bastante bien hecho durante mucho tiempo, que lo excede a Milei, y que quizá también habría aplicado JxC o cualquier otra vertiente del liberalismo que hubiera ganado las elecciones. Por eso es mentira cuando Milei dice que por no aprobarle la ley ahora, la recuperación será mucho más difícil y el ajuste será peor por culpa de los que no votaron todos sus artículos. Falso de toda falsedad. La ley era apenas un gigantesco prólogo para empezar el verdadero cambio a largo plazo. Pero lo urgente que requiere aprobación es la reforma fiscal y también la laboral que son las que pueden cambiar las cosas en el presente desde ya. Pero con el fracaso de la ley ómnibus, estas otras dos reformas ahora serán mucho más difíciles de aprobar.

Es que para hacer esas cosas que ya casi estaban hechas, se necesita aquello que Milei odia: la política en el buen sentido, esa capacidad de construir poder para transformar la propia comunidad. Confunde a los malos políticos que hacen mala política, que es cierto son todavía mayoría, con la política toda, incluyendo esa, que como pensaba Mirabeau, te hace ver el futuro e intentar empujar la realidad hacia su encuentro sumando en esa misión a todos los que comparten en todo o en parte tus mismos objetivos. Pero claro, un liberal suma a todos los liberales, un libertario -en cambio- ve incluso como enemigos a casi todo el resto de los liberales tal cual hace todo sectario. Y esta semana surgió el libertario, dejando atrás al liberal alberdiano que a veces Milei dice ser. Porque digamos las cosas como son, aunque a veces sean por demás convencionales (cuando surge el delirio, lo normal es lo extraordinario): Mirabeau sabía que un país como Francia donde, salvo en París, el pueblo seguía siendo monárquico, la única forma de que la revolución se impusiera en serio era poner la cabeza del monarca no en la guillotina, sino al servicio de la república revolucionaria y constitucional, fuera el rey que estaba o cualquier otro. Lo demás era la guerra permanente de todos contra todos. Que es lo que aconteció. Milei, por su parte, debe saber que necesita en tanto cuestión de vida o muerte de su gobierno a esos 144 miembros de la casta política que le votaron su ley. O a lo más que pueda. Querer atacarlos o dividirlos, aunque entusiasme a algunos de sus seguidores, no le servirá de absolutamente nada.

Cuando Eduardo Duhalde en tanto presidente se encontró con una situación económica y política muy similar en gravísima intensidad a la actual, no dudó en convocar a todos en su ayuda. Le ofreció cogobernar a Raúl Alfonsín, también a la liga de gobernadores y solicitó ayuda a la Iglesia. Lo cierto es que en seis meses el país pudo recobrar la normalidad perdida a fines de 2001, aún con sus maltrechas heridas.

Hoy otra vez se necesitará, para seguir adelante, si no la amplia convocatoria que realizó Duhalde, al menos un nuevo pacto de Acasusso como cuando Macri le tendió su mano a Milei junto con Bullrich y le dio su apoyo para ganar en el balotaje que muy bien podría perderse. Otra vez Milei debería habla con Macri, que lo sigue apoyando pero al cual se le notan sus temores por la agresividad al borde del delirio de Milei. También debería hacerlo con gente como Miguel Ángel Pichetto, que es un maestro en el arte legislativo, por experiencia y por talento. Y hay un ejemplo que lo pinta de cuerpo entero.

Fue Pichetto quien, apenas asumió Macri como presidente, el que le sugirió una alianza con el peronismo no kirchnerista. ¿Y por qué hizo eso? No para peronizar al gobierno de Macri, sino por elemental sentido de sobrevivencia política. Era una cuestión de diagnóstico entre dos políticos y errarlo sería crucial: Macri creía que Cristina políticamente estaba acabada, que representaba el pasado y el pasado no volvería. Pichetto, contrariamente, creía que estaba malherida pero no muerta, y que aunque fuera el pasado podría volver, porque el pasado suele volver, cosa que Pichetto conocía mejor que Macri. Pero el entonces presidente no lo escuchó hasta cuatro años después, cuando Cristina consiguió reunificar a todo el peronismo. Recién allí lo llamó desesperado Macri a Pichetto y éste le aceptó el convite, pero vino solo. Y todo acabó en jaque mate de Cristina hacia Macri, cuando perfectamente podría haber sido al revés. Se dio cuenta tarde de lo que Pichetto se dio cuenta temprano. Y eso, entre varias cosas más, nos condujo a las tinieblas del fernandismo.

Hoy Pichetto está, como en 2015, ocupado de darle sentido político a Milei (justo es decirlo, Macri también), de ayudarlo a construir las alianzas necesarias para que pueda lograr sus objetivos, que en general comparte, ya que él es un peronista un poco liberal, un poco nacionalista, bastante de derecha y nada de izquierdas. Pero sobre todo un político peronista que no lee ideología ni doctrina peronista, sino básicamente el Manual de Conducción Política donde Perón explica magistralmente cómo deben manejarse los dirigentes en política. Pichetto es, salvando las diferencias, un político a lo Mirabeau que entre sus pecados quisiera indultar a todos los presidentes corruptos, pero que a la vez tiene la capacidad para descubrir en medio de la feroz humareda del cambio de época, de la neblina que todo lo oculta, cual es el verdadero sentido del futuro. Es una intuición para la que siempre tuvo talento. Desde que fue el obispo número uno de la iglesia peronista hasta que se transformó en su principal réprobo y comenzó a trabajar para sus adversarios. Hoy ya no propone la unidad con el peronismo no kirchnerista como en la época de Macri, sino la unidad que representan esos 144 diputados que reflejan el 56% que votaron en segunda vuelta a Milei. Pero sabe que eso no se hace con la idea populista de casta versus pueblo que es tan buena para ganar elecciones como tan mala para perder gobiernos. Sino a través de construir alianzas legislativas y quizá gubernamentales lo más estructurales posibles. Cosa que también está intentando Macri. Pero para eso se necesita sumar ideas muy diferentes, más en un momento de fragmentación como el que produjo el ascenso imprevisto de Milei, que esta semana después del fracaso de la ley ómnibus, logró, innecesariamente, dos cosas negativas: unificar aún más al peronismo liderado por su faz más destituyente y antirenovadora, y dividir aún más a la oposición que quiere colaborar con Milei, en todo o en parte. Claro, no son todos, pero podrían ser casi todos si se los persuade con talento y razón política, no creyendo que intimidándolos con que les va a largar al pueblo en contra aterrorizará a políticos de amplia experiencia, que aunque no todos sea muy populares, saben miles de cosas que Milei ignora porque acumulan la experiencia de 40 años de democracia, los buenos y los malos. El libertario no debería jugar con fuego. No debería jugar a ser Robespierre porque si guillotina a todos los que lo apoyan, al final terminará guillotinado él. Y eso es casi una ley histórica. Debería Milei (no es la primera vez que lo decimos) tender a ser más liberal que libertario. Y le agregamos que debería verse más reflejado en el espejo de Mirabeau que en el de Robespierre.

Ya la política ha sido suficientemente vapuleada por la sociedad en general debido a los que la representaron sin estar a su altura. Ha llegado el momento de recuperarla para fines estratégicos, porque por más antipolítica que sea una sociedad frustrada por la mala política, sin la política no se puede cambiar nada porque es la ciencia del poder, y sin poder no se puede nada, valgan las redundancias. Eso es así desde el hombre de Cromagnon. Y así como no va a existir nunca la sociedad sin Estado como quería Marx y quiere Milei, tampoco va a existir jamás una sociedad sin política. Se puede ser todo lo disruptivo que cada tiempo exija para ganarse la voluntad popular, pero los hechos solo se cambian con las herramientas objetivas que los pueden cambiar y no con el voluntarismo de la antipolítica, por más multitudes de enojados que convoque. Milei está jugando con fuego, arrastrado quizá por un carácter y una personalidad demasiado impetuosas cuando tiene a un paso los instrumentos e incluso las mayorías necesarias para al menos iniciar una transformación, un gran viraje nacional, que se requiere de modo imprescindible. Si juega al populismo de enfrentar a él y parte de sus votantes contra el resto de los políticos (en particular contra los que lo quieren apoyar), no llegará a ninguna parte. Otra vez, lamentablemente, la suerte está depositada principalmente en manos de un individuo solo. Y ya que estamos en manos de individuos solos, ojalá aparezcan también los Mirabeau que sepan ver los caminos y convencer a los que pueden construirlos de que efectivamente lo hagan. Esta semana todo parece un poco más difícil. Y los representantes políticos del pasado ríen desaforadamente de nuevo, esperando que el eterno retorno empiece otra vez a funcionar. Por su lado, las corporaciones también ríen al ver que la posibilidad de seguir enriqueciéndose a costa del empobrecimiento de los demás, parece que podrá seguir vivita y coleando. Una pena. Esperemos no estar frente a otra oportunidad perdida.

* El autor es sociólogo y periodista. clarosa@losandes.com.ar

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