Para Aristóteles el rol del verdugo estaba entre los más necesarios de la sociedad y, a su vez, entre los más delicados: “los hombres de bien se resisten a aceptar este puesto, y es peligroso confiarlo a hombres corruptos”.
Dicha complejidad acompañó a estas figuras hasta el final, destinándolos a espacios obscuros y lúgubres, como los servicios que prestaban a la Patria de turno.
“La profesión más vil y despreciable tuvo, probablemente, orígenes sagrados”, señala el historiador español Juan Eslava. “Los primeros verdugos –continúa- serían sacerdotes que sacrificaban víctimas humanas a los dioses. Un remoto eco de estos orígenes parece perdurar a veces entre la degradación del oficio. La tumba de Jacques Granier, verdugo francés del siglo pasado, era visitada por los devotos como si se tratara de la ermita de un santo, a lo que quizá contribuyó el hecho de que este verdugo fuese un tanto atípico, pues hizo grandes obras de caridad y frecuentó los sacramentos. La sacralización de la muerte que el verdugo imparte santifica igualmente y dota de mágica virtud a todos los trebejos del oficio así como a sus mismas víctimas. En la Edad Media, y aun después, existió un activo comercio de sogas de ahorcado, que se suponían poseedoras de virtudes curativas”.
Con el tiempo el verdugo perdió su carácter religioso y mutó en un asesino oficial, encargado de hacer el trabajo sucio del Estado.
Así, la profesión quedó en manos de gente considerada marginal.
Siguiendo a Eslava, sabemos que en la antigua China existieron verdugos voluntarios, personas que deseaban asesinar y podían saciar dicho instinto dentro de los parámetros legales.
Podríamos pensar que la mayoría de los verdugos tendrían estas apetencias, pero eso puede descartarse cuando al estudiarlos notamos que abundan las dinastías, es decir que se pasaban el puesto de padres a hijos.
Una de las familias más conocidas fue la de los Sanson, que incluyó a siete generaciones entre las que se encuentra Heri Sanson famoso por sus supuestas memorias -se cree que en realidad las escribió Honore de Balzac- y por ejecutar a la reina María Antonieta.
Marcel Chevalier, el último verdugo de Francia, también perteneció a una familia dedicada al rubro. Sucedió al tío de su esposa, André Obrecht, en 1976 y se desempeñó en el cargo hasta 1981, cuando François Mitterrand abolió la pena de muerte en aquél país. Marcel falleció en 2008 alejado de la prensa, tras un par de malas experiencias. Sólo ejecutó a dos personas, utilizando la guillotina por última vez desde la Revolución Francesa.