La última escena, la que paradójicamente no aparece en la película, quizás, sea la más trascendente: padres e hijos sentados a una mesa hablando de “Argentina, 1985″.
Adentro de las salas, a oscuras, a muchos se les corrió alguna lágrima, a varios se les estrujó el corazón. Afuera, las preguntas estaban de un lado, el de los hijos; y los que buscaban respuestas lo más exactas posibles del otro, el de los padres.
El juicio a las juntas fue un hecho clave para consolidar la democracia en la Argentina. Por eso, tal vez, juicio sea la palabra del año. Porque puso a la sociedad, casi cuarenta años después, a hablar, como pocas veces antes, de la historia más cercana y de sus protagonistas. Ese es el valor.
Nadie dudará tampoco de los valores que, como obra cinematográfica, tiene el filme que protagonizan Ricardo Darín y Peter Lanzani. Por eso cosecha premios en festivales del mundo y asoma como candidata al mayor de todos, el Oscar a la mejor película extranjera que entrega la Academia de Hollywood.
En lo personal no diría lo mismo del hilo político del guión. Hay un hecho determinante: escamotear, elegir no mostrar, invisibilizar, casi evitar la relevancia fundamental que tuvo el presidente Raul Alfonsín en este hecho que ya está en la historia universal, es un silencio demasiado ruidoso. Insisto, desde mi punto de vista, inadmisible justo en este tema, justo en estos tiempos. No es el único, es el más grave.
Vale concentrarse, entonces, en aquella dicotomía del 85: “democracia o dictadura” que, como nadie, supo interpretar Alfonsín en ese pliegue de la historia. Fue lo que articuló el pacto político de buena parte de estos casi cuarenta años.
“Argentina, 1985″, puede ser el primer paso para releer una época poco explorada por el arte y casi ignorada por el relato dominante, que prefiere centrarse en los ominosos y violentos 70. Ahora hay perspectiva para meterse con aquellos primeros pasos de la vuelta a la democracia, con sus grandezas y sus miserias, con sus aciertos y sus deudas, desde múltiples perspectivas.
Esta película sobre el juicio por los crímenes de lesa humanidad y las violaciones a los derechos humanos cometidos por los jerarcas de la última dictadura militar ayudó también a desempolvar textos como el desgarrador “Nunca Más”, el informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) con el prólogo original de Ernesto Sábato o la crónica que Jorge Luis Borges escribió sobre una jornada del juicio a la que asistió para la agencia de noticias EFE.
Hay más, desde aquel libro inaugural “Nada más que la verdad: el Juicio a las Juntas”, del periodista Martín Granovsky, hasta el último, “La hermandad de los astronautas”, de Ricardo Gil Lavedra, uno de los integrantes del tribunal que condenó a las Juntas; sin olvidar “Los hombres del Juicio”, escrito por el periodista Pepe Eliaschev. Miradas sobre un hecho irrefutable.
Pero, en 2022, hubo otro juicio que refuerza la palabra como la más relevante del año y que, con el tiempo, también estará en las páginas de los libros de historia. Por primera vez, un vicepresidente en ejercicio, en este caso una vicepresidenta, fue condenada en la Justicia por delitos de corrupción. Se trata de un hecho irrefutable: una sentencia dispuesta por un tribunal que consideró probados una serie de hechos vinculados con el otorgamiento amañado de millonarios contratos de obra pública en Santa Cruz que, en varios casos, no se ejecutaron.
Es imposible mirar este juicio en perspectiva, acaba de ocurrir. Quedan datos sueltos: inició en mayo de 2019 y, pandemia mediante, terminó en diciembre de 2022. Es decir que llevó más de tres años, 117 audiencias y el testimonio de 114 personas llegar a un veredicto. La interpretación es libre, los hechos sagrados, aplica una vieja máxima periodística.
El coletazo inmediato es político y abre un doble par antinómico, acorde a la grieta política que divide a nuestra sociedad desde hace más de diez años. Para unos, será “corrupción o justicia” y, para otros, “mafia o democracia”. Son estos supuestos interpretativos con los que comienza a escribirse esta porción de la historia que, por ahora, tiene la primera versión en los medios de comunicación.
¿Cuál prevalecerá para los historiadores? ¿Habrá investigación en ciencias sociales con pretensión de neutralidad, que se base en hechos, en datos, en consecuencias reales, que se esfuerce en poner límites a cualquier filtro ideológico? Demasiado temprano para saberlo.
El año que viene habrá otro juicio, esta vez, sin fiscales, ni jueces, ni tribunal. Se cumplirán cuarenta años ininterrumpidos desde la recuperación democrática, aquel inolvidable 30 de octubre de 1983. Será tiempo de balance del período más largo de vigencia del orden constitucional en nuestra historia. Quizás el logro más visible de esta época.
Será también momento de decisión porque, a lo largo del 2023, los argentinos tendremos que ir a las urnas para decidir los gobiernos municipales, provinciales y el presidente para los próximos cuatro años. Tendremos, una vez más, la posibilidad de decidir si queremos ser ciudadanos de una democracia liberal moderna, con contrapeso de poderes, plural y respetuosa en el disenso o dejaremos nuestro destino en manos de minorías militantes cada vez más intensas que sólo se concentran en la lucha por el poder, que privilegian sus intereses, y no en resolver los problemas comunes.
En ese contexto, ¿seremos capaces de hurgar en profundidad en nuestras propias responsabilidades para los resultados de esta experiencia democrática? ¿Lograremos poner en marcha otro ciclo virtuoso y próspero o desbarrancaremos más o menos rápidamente en la miseria?
A nosotros, como sociedad, también nos espera el juicio de la historia.