El día 11 de diciembre, es sabido, se celebra el Día del Tango.
Y se eligió esa fecha porque coincide con el nacimiento de dos grandes de nuestra música popular: Carlos Gardel y Julio De Caro. Este, que había nacido en 1899, era nueve años menor que Gardel, que era de 1890.
Si tuviese que poner una sola calificación a Julio De Caro, diría que fue un revolucionario del tango.
Podemos encontrar varias facetas en él.
La primera podría ser la de arreglador. Porque cambió formas instrumentales del tango. Con visión sí, pero también con valentia.
Como director de orquesta consiguió acordes inconfundibles en las variaciones en el bandoneón, y dio al piano una especial dimensión.
Su estilo influyó, voluntariamente o no en otros grandes: Vardaro, Troilo y Pugliese.
El De Caro violinista también mostró una personalidad definida.
Sus solos en el tango “Buen Amigo” aún se recuerdan.
Y me falta el De Caro Compositor del que podemos rescatar “Boedo”, “Mala Junta”, “Tierra Querida”, entre otros.
Pero quiero recordar al ser humano Julio De Caro, de físico menudo, al hombre cordial, al de la infancia en San Telmo, aquí en Buenos Aires.
Su padre tenía una casa de música y también un conservatorio en ese barrio. Y esta circunstancia le permitió a su hijo conocer a figuras musicales de su tiempo.
Claro que el tango -era a la época de la Primera Guerra Mundial- casi música prohibida. Y su padre le había señalado dos destinos. La Medicina o la de Concertista de Violín.
De elegir ser concertista, su mundo habría de ser el de la música clásica.
Y él, con algo de niño prodigio, ya daba conciertos. Uno de ellos –muy exitoso- en un famoso salón de antaño: el Prince George Hall.
Pero cada meta tiene varios caminos, y algunos son ineludibles...
Y el destino de Julio De Caro le llegó, con sus escasos 18 años y pantalones largos recién estrenados, en el famoso “Palais de Glace”.
Había ido a bailar con varios amigos, uno de ellos, sobrino de Roberto Firpo quien precisamente dirigía la orquesta que amenizaba el baile.
Informado por su sobrino, Firpo invitó al joven De Caro a ejecutar en violín “La Cumparsita” junto a sus propios músicos.
Este, con la inconsciencia de la juventud, pero con fe en sus aptitudes, subió al escenario.
Cuando finalizó la pieza, los aplausos resonaron largamente.
Un asistente al baile le propuso después de oírlo, trabajar con él. Se llamaba Eduardo Arolas.
De Caro se negó por temor a su padre, pero Arolas llegó hasta la casa paterna a solicitar la autorización, que lógicamente fue denegada con estas palabras de su padre:
-”O mi hijo se queda en mi casa y será médico o se va de aquí y entonces será músico de tango si lo desea”. ¡Severo el padre!.
Julio De Caro no dudó.
Con Arolas comenzó a trabajar en el “Tabaris” y cuando este viajó a Francia, se incorporó a su orquesta.
Luego fue primer violín de Fresedo, después Cobián y luego con su propio sexteto con dos de sus hermanos y Pedro Maffia, hasta llegar a tener su propia orquesta, al frente de la cual estuvo más de treinta años.
Y llegó 1954. Tenía ya 55 años.
Sentía un cansancio de tiempo. Y el tiempo es “un nudo corredizo que nos oprime sin prisa pero sin pausa”.
Intuía cercana la muerte. Pero -él no lo sabía- viviría 25 años más hasta los 80 años.
Su cuerpo frágil y pequeño parecía más empequeñecido. Pero no su prestigio, que su talento creativo le había brindado.
Siguió y sigue teniendo para sus compatriotas una patente de eternidad.
En marzo de 1980, Julio De Caro estaba en Mar del Plata. Tuvo la certeza que su ciclo vital estaba finalizando.
Esta vez no se equivocaba.
Quizá pensase en ese triste día, que la vida le había brindado un hermoso destino: el de contribuir a que el tango ocupara el lugar que por sus valores merecía.
Y un af. final para este verdadero creador que siguió desde siempre su propio impulso:
“Muchos aceptan su destino. Pero los elegidos lo determinan”.