Caminaba con una energía que parecía darles vida propia a los rulos rubios de su melenita corta. Su actitud, sus partituras, los anteojos que usaba, todo en ella inspiraba un respeto reverencial. La veía atravesar el patio del Colegio con destino al Salón de Actos e instantáneamente en mi cabeza sonaba el Gloria de Vivaldi. Era la directora del Coro y responsable de lograr esa impresión que sentía cuando lo veía actuar; una emoción que se traduce en un cosquilleo en la piel y el infaltable nudo en mi garganta.
Los estudiantes de esa reconocida escuela de la Universidad Nacional de Cuyo estábamos orgullosos de nuestro Coro, seguíamos fielmente sus presentaciones en los actos, o en diferentes iglesias. Quienes cantaban en él formaban parte de un equipo especial de gente comprometida con el esfuerzo, con largos ensayos que se extendían por horas. Estudiantes de secundaria que aprendieron a leer notas en partituras, que sabían de escalas, que cantaban en latín, en inglés, o en francés. Lo que hiciera falta, lo que la directora pidiera; a nadie se le ocurría contradecirla.
Era una eminencia, una pianista reconocida por ser la fundadora y primera directora del Coro del Club Mendoza de Regatas, pero también del de nuestro Colegio -ese que amábamos desde el primer día de primer año hasta el último de sexto-. Durante su extensa carrera se ocupó, además, de dirigir el de la Universidad de Mendoza, y el de Cámara de la UNCuyo durante una década. Estaba casada con otro célebre director y fundador de agrupaciones corales, por ejemplo, el Coro Mayor de la propia Universidad. Juntos formaron una familia con cinco hijos: dos siguieron sus pasos, y una de ellas escaló algunas cumbres reservadas para los grandes profesionales de la música coral internacional.
Recuerdan los antiguos y memoriosos integrantes de ese Coro del Colegio Universitario Central, que en los ensayos cantaban todos juntos y también por grupos de voces. Así contraltos, sopranos, tenores y bajos repetían, las veces que fuesen necesarias, las partes de esas incontables páginas de partituras memorizadas para ese momento. Empezaban a transpirar cuando la directora caminaba por las hileras de coreutas. Tenía un oído perfecto, con el que identificaba desde lejos dónde podía haber un problema de afinación, o alguna dificultad que interfiriese con la perfección que ella ofrecía al público.
Una de las cosas que más disfrutaban quienes formaron parte, fue el mix generacional y la sinergia que se daba en aquel Coro de los años 80. Un espacio donde los más grandes y los más chicos se mezclaban y podían ser amigos, compartir viajes, sin tener ninguna otra cosa en común más que el amor por la música. El orgullo y la alegría de ser uno de los únicos coros de una secundaria que interpretaba obras cultas, a la vez que algún emblema del folclore local. Un virtuosismo que hoy estaría a la altura de la Música Clásica por los Caminos del Vino que ofrece Mendoza en Semana Santa.
El proceso de selección de voces era en tercer año para las mujeres y cuarto para los varones -ellos cambian la voz más tarde-. Los “chiquitos del Colegio” entrábamos pocas veces al Salón de Actos, porque no organizábamos nada. Era justamente ahí, en una sala que se sentía enorme y oscura, donde se realizaban las audiciones para integrar el Coro. Porque era exactamente en ese espacio, sobre una tarima, donde se ubicaba el gran protagonista de la sala: un piano Chappel Baby Grand, de Londres, color negro, con 50 teclas blancas y 34 negras.
-Funes le toca la prueba de voz, dijo la preceptora justo durante la hora de Latín, e inmediatamente un miedo intenso me ocupó por completo. Mientras subía las escaleras que conducían al auditorio (que todavía me parecía un poco ajeno), pensaba en esa directora notable, precedida por su fama de exigente, de implacable con los desafinados. Empecé a desacelerar el paso. ¿Y si no podía leer música?, ¿y si me costaba memorizar muchas páginas de letras en otros idiomas?
En mi cabeza resonaban relatos de compañeras que explicaban que la precisión y la velocidad hacían la diferencia entre el pertenecer al Coro o formar parte para siempre de la audiencia.
-A partir de las notas que te indica con el piano, tenés que repetir vocalmente escalas en distintos tonos musicales. Y agregaban que desde ahí comenzaba un paseo por todo el teclado, ascendente -más agudo-, o descendente-más grave-. La clave, para quien audicionaba, era imitar lo más perfectamente posible la escala que ella tocaba en el piano y afinar. Que las teclas no se detuvieran era un buen indicador, decían.
Mientras pensaba en el momento que debía enfrentar reviví, en todo su esplendor, mi timidez y esa vergüenza que fueron mis dueñas durante la infancia; recordé cómo habitualmente me paralizaba de niña. Y fue, en ese instante, en el que flaqueé una vez más, y me dejé ganar por el viejo sentimiento. Tomé una decisión de la que no me enorgullezco: al llegar a la puerta del Salón de Actos me detuve. No atravesé la puerta, di la vuelta, y volví al curso sin audicionar. A mis amigas les dije que había desafinado y que la prueba había durado diez segundos. Jamás supe si hubiese podido pertenecer al selecto grupo de sopranos.
El Coro del Colegio siempre fue un espacio especial, que impactaba por igual a sus integrantes, -por el nivel de excelencia que exigía-, como a ese público fiel que lo acompañaba en sus presentaciones, y se fanatizaba con las obras complejas que ejecutaba con destreza técnica y entusiasmo. Así lo vivimos quienes disfrutábamos sus actuaciones tragando fuerte y conteniendo las lágrimas que amenazaban con saltar en el clímax de cada presentación.
* tinafunes@gmail.com Tw:@FunesMartina