La ciudad, los perros y la cólera en tiempos de pandemia y sin agua

Los perros, que en mi memoria no eran tan comunes en la ciudad sino parte constitutiva de la vida de campo, desde hace unos 50 años aumentan sin cesar en las ciudades.

La ciudad, los perros y la cólera en tiempos de pandemia y sin agua
La ciudad, los perros y la cólera en tiempos de pandemia y sin agua. / Foto: José Gutiérrez

Al tema de los perros en veredas y espacios públicos de la Ciudad me referí hace años en otro diario. En ese momento en España se hacía una campaña con afiches que decían: “El perro es tuyo, su caca también”.

El diario La Nación de Buenos Aires lo reprodujo y alertaba sobre las serias enfermedades que se habían detectado en los niños que compartían con ellos los areneros en las plazas porteñas.

Dada esta realidad, lo que desafía mi entendimiento es descifrar por qué justo ahora, en medio de una pandemia, lo que era grave en aquel entonces parece que ya no lo es.

En otras épocas la presencia de animales en la ciudad era común y corriente. Existían gallineros, solía criarse un cerdo para convertirlo en apetitosos fiambres. Mi abuela en la ciudad de San Juan llegó a tener una vaca para asegurar leche fresca a la familia. De niña he jugado con un cabrito y pollitos. En Mendoza las familias pudientes tenían carruajes y por lo tanto caballerizas (vbgr. Casa Stoppel).

En otros tiempos los elegantes cabalgaban en el Bois de Boulogne (París) o en el parque de Palermo (Buenos Aires).

Todo eso desapareció por razones obvias: la población creció y asegurar su salud exigía reformas.

Más cerca en el tiempo aquí en Mendoza, un objetivo primordial fue combatir la vinchuca que anidaba en los ranchos y gallineros.

Por cierto, hay gente que adora los perros, o los gatos. El fanatismo por los caballos recubre generalmente la adicción al juego, pero es también un legítimo amor por este bello animal (caso de Isabel II de Inglaterra).

Los jeques árabes deliran por los halcones. Yo puedo pasarme horas mirando filmes de tigres. Por otro lado, el cuidado de la vida salvaje y el respeto por los animales ha llevado a la reforma de los zoológicos y los circos ya no exhiben animales en jaulas.

Tal vez sea por un mecanismo compensatorio, los perros, que en mi memoria no eran tan comunes en la ciudad sino parte constitutiva de la vida de campo, desde hace unos 50 años aumentan sin cesar en las ciudades, empezando por Buenos Aires.

Así, del gato regalón y el perro faldero, hemos llegado a convivir con mastines, dogos, dobermans, etc.

Leo en Tintero del 9-1-22 que en la actualidad existen 343 razas caninas en el mundo y que su número tiende a aumentar. Son por así decir perros “inventados”.

El que me lee, llegado a este punto ya sonreirá: se trata del negocio de un nuevo componente de nuestra cultura: la mascota. Así, hubo un candidato a intendente en las elecciones de 2019 que proponía una ciudad ideal pet friendly. O sea, amigable con las mascotas. De la gente, nada. Guardo el folleto como prueba del desvarío propio de nuestro tiempo.

Todo iba más o menos bien mientras no se traspasaban los límites domésticos. Pero lo que vemos ahora es diferente.

Siempre me pregunté por qué, particularmente los hombres, cuando deben caminar por consejo médico parecen incapaces de andar solos y se compran un perro para que los acompañe. ¿Resultado? Sectores de parque simplemente asqueantes. Esto viene desde hace años.

La situación eclosiona en medio de la pandemia. El paseador de perros profesionales, el grupo de amigos o familiares, circulan acompañados de una variedad enorme de bestias, ya sin bozal y aún sin traílla, mientras los humanos, ciudadanos respetuosos de la ley, hemos aprendido a usar mascarillas, y extremar los cuidados higiénicos. Y a pagar más y más impuestos.

¿Qué hice? Me puse a releer al antropólogo Claude Lévi–Strauss, espigando aquí y allá en algunos de sus libros. Experiencia fascinante que aconsejo. En el contexto que describo, los mitos y las estructuras se aplican como nunca.

No creo que el problema se resuelva, pero la lectura me ha entretenido enormemente. Es un autor que ha sido admirado, respetado y seguido, a mí entender con excesiva solemnidad.

Yo lo disfruto por su insaciable curiosidad y por ser muy divertido. En, por ejemplo, “El origen de las maneras de mesa” puede ser tan desopilante como Dalí.

Claro que por ahí hay gente que no es muy filosófica ni dada al estoicismo y, frente al problema que señalo, -como aquel harto del vecino que le ocupa el puente del garaje, un mal día reacciona violentamente.

*La autora es ex docente. Titular de Historia del Arte Americano y Argentino. Facultad de Artes. UNCuyo

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