Desde el mismo momento de su designación vía twitter, en estas columnas venimos sosteniendo que Cristina Kirchner con Alberto Fernández no quiso nombrar un presidente-presidente en 2019 sino un testaferro ante la casi segura imposibilidad de que ella pudiera ganar electoralmente ese cargo. Alguien que gobernara en nombre de ella pero que asumiera él los costos y ella las ganancias, si las hubiera.
Pero lo que sí quiso Cristina es nombrar un abogado más en su defensa, que desde el alto cargo de presidente transformara al Estado nacional en un instrumento de impunidad política. Un objetivo desmesurado pero que en parte, con sus idas y venidas, Alberto lo viene cumpliendo. En ese sentido, esta semana, en la causa por el desvío de la obra pública en Santa Cruz a favor monopólico de otro testaferro llamado Lázaro Báez, Alberto más que como testigo se presentó como expositor de una teoría que él no inventó pero que asume como propia y que la expresa así: ”Me llama mucho la atención el sentido de esta causa porque lo que están discutiendo son cuestiones políticas no judiciables... Hay una suerte de fantasía de que acá se juntaban dos o tres personas y decían mandémosle plata a alguien. En los hechos es imposible que eso pasara”.
Es dable reconocer que, al menos en una democracia, será improbable a la larga imponer esta concepción de que nada político es justiciable, pero hay que reconocer que nunca nadie avanzó tanto en este camino, y eso lo puede hacer ya que lo que estamos viviendo es -más que una suma de gobiernos de un determinado signo- un régimen político que busca trastocar todas las instituciones del Estado cambiándolas por otras, o cuando menos desviarlas de su original sentido constitucional hacia objetivos facciosos.
Pero para entender bien cómo se llegó a tales aberraciones, conviene hacer un breve repaso histórico.
En los años 90 del siglo XX, frente a la aparición arrasadora de la globalización a la que dio lugar la nueva revolución tecnológica y la implosión del comunismo real, toda la clase política del mundo -no sólo la comunista- quedó desfasada, atrasada, sin capacidad de respuesta ante los nuevos acontecimientos. El Estado nación poco y nada pudo ante el sistema financiero que fue el primero que se globalizó, liberado de trabas políticas.
En su desnudez, sin función objetiva que cumplir, la corrupción de la clase política se mostró en toda su expresión e incluso se incrementó, tal como se vio de modo contundente en Italia con la tangentopoli. En Rusia, por su lado, las mafias reemplazaron al poder político hasta que en el nuevo siglo un dictador plebiscitario las institucionalizó. Y en la Argentina el menemismo dio audaces primeros pasos en una corrupción sistemática que luego ampliaría casi hasta el absurdo el kirchnerismo en el siglo XXI.
Frente a un poder político impotente encerrado en sus vicios y un mundo dominado por la globalización financiera, los periodistas y los jueces se convirtieron en nuevos sujetos políticos al criticar y/o juzgar la corrupción de una clase política sobrepasada por la historia, casi sin función alguna pero con infinitos privilegios.
El problema es que por la propia definición de sus funciones, periodistas y jueces pueden criticar y juzgar al poder político pero no ejercerlo. Y cuando lo intentan, como el juez Moro en Brasil, les va horrible. Por lo cual la confusión entre periodismo y justicia con política, fue dejando de ser tan significativa con la entrada del nuevo siglo cuando la política volvió a ejercer el poder que perdió en los años 90. De a poco fueron apareciendo nuevos líderes políticos adaptados a la nueva globalización pero los hubo de todo tipo, como siempre: Los que supieron ponerse al frente de la globalización como Obama y Merkel, pero también los que intentaron detenerla bajo la imaginaria promesa a los desahuciados por la globalización de volver a grandezas pasadas, como Trump. O los que utilizaron el descabezamiento de toda la elite política por parte de jueces y periodistas (el proceso de mani pulite italiano) para reemplazar a esos viejos políticos corruptos por nuevos empresarios igual de corruptos que se apropiaron del Estado, como Berlusconi. En Argentina el kirchnerismo lideró una nueva modalidad política que tuvo un poco de las citadas, pero también sus originalidades.
La nueva política no es, como quería Durán Barba, la de los dirigentes online que sólo se atuvieran a lo dictado por las redes sociales, sino quiénes supieron volver a los conceptos universales de la política clásica. Por eso Merkel u Obama, fueron los líderes globales más parecidos a los grandes políticos del pasado como Churchill o De Gaulle. Ellos fueron capaces de construir nuevos Estados para poder conducir la globalización en vez de dejarse conducir por ella o por la especulación financiera.
Acá el kirchnerismo, en cambio, decidió mantener todos los vicios de la política tradicional en vez de adaptarse constructivamente a la globalización. Por eso somos uno de los países menos globalizados y a la vez, uno de los más corruptos.
Aunque no todo fue unidimensional en nuestro país. Antes de la caída del muro de Berlín, Raúl Alfonsín republicanizó todo lo que pudo la democracia en un país populista, pero luego Néstor Kirchner la “populizó” nuevamente creando un régimen que tuvo en la corrupción la clave central de su funcionamiento. Y para sacarse de encima a los que resistieron la impunidad, crearon el lawfare, un justificativo ideológico por el cual no hay corrupción estatal, sino falsos denunciantes como jueces y periodistas que en el fondo son los únicos corruptos por denunciar una corrupción inexistente con lo cual cubren la propia.
Como ese argumento tan precario parece no alcanzarles, esta semana Alberto le sumó la corrupción no justiciable, con la cual desaparece la posibilidad de juzgar la corrupción en política. mejor dicho desaparece la corrupción pero no porque se acaba sino porque se integra al sistema político como un mecanismo de gobierno más. Es que hay dos formas de terminar con la corrupción: luchando contra ella o incorporándola a los funcionamientos normales del Estado a través del lawfare y de su no justiciabilidad.
Sintetizando, en vez de ponerse al frente de la globalización como Obama y Merkel que le devolvieron a la política su dignidad clásica de conductora de Estados, en la Argentina se decidió continuar con las usuales prácticas corruptas de la política tradicional pero ampliándolas a dimensiones colosales a la vez que se la justifica como una política de Estado y se la intenta abolir como delito, legalizándola de hecho, con esa habilidad que tiene el kirchnerismo de trastocar culturalmente la democracia para que cosas inadmisibles cuando se reinició la república en 1983 hoy suenen como normales, desarrollando algunas tendencias problemáticas de nuestra idiosincrasia natural a las cuales más bien deberíamos combatir que integrar.