La comunidad científica nacional ha elevado su voz ante la asfixiante situación presupuestaria que atraviesa la red de organismos públicos e institutos de investigación en todo el país. Un petitorio promovido por la Red de Autoridades de Institutos de Ciencia y Tecnología (RAICyT), conformada en los últimos meses a raíz de las drásticas políticas de ajuste dispuestas por el gobierno nacional, logró casi 12000 adhesiones en menos de 48 horas. Con ello, se puso de manifiesto no sólo el malestar acumulado ante la ausencia de respuestas favorables a los regulares reclamos realizados para sostener la actividad en laboratorios y centros de investigación. La rotunda adhesión al petitorio expresó también la necesidad de hacer pública la crisis que paraliza la labor científica y tecnológica, atenta contra las capacidades institucionales construidas desde la recuperación democrática, activa la emigración de jóvenes profesionales, desalienta vocaciones científicas a niveles desconocidos y pone en riesgo la valorización social del conocimiento como insumo de políticas públicas orientadas al bienestar humano o de la ciudadanía.
La actual situación que atraviesa el sistema científico argentino no es ajena a la crisis que atraviesan las Universidades Nacionales acuciadas por la restricción presupuestaria que afecta la prestación de servicios educativos, contribuye al desgranamiento o deserción estudiantil y deteriora los ingresos del personal en todas sus categorías, a semejanza de otros sectores de la administración pública nacional y de las provinciales.
Las recientes declaraciones de funcionarios del sector develan que el panorama no tiene visos de mejorar en el corto o mediano plazo. Lo hacen con la expresión siempre usada por el presidente Milei “no hay plata”, es decir, fundamentan la decisión en el recorte o ajuste del gasto público y el equilibrio fiscal instalando un escenario no sólo incierto sino desesperante sobre las condiciones materiales básicas para el desarrollo de la actividad científica o tecnológica. Vale destacar que, a la fecha, el gobierno nacional ha ejecutado solo el 2.5% del presupuesto anual de Ciencia y Tecnología dejando en suspenso el cumplimiento de leyes y compromisos pactados con instituciones e investigadores. Algunos especialistas han destacado el alcance del daño ocasionado y han ofrecido cifras que permiten entender el actual problema del financiamiento de la ciencia y la tecnología. Así, mientras el presupuesto de la Administración Pública Nacional y la Finalidad de Ciencia y Técnica obtuvieron variaciones que de ningún modo equipararon el ritmo de la galopante inflación previa y posterior a diciembre de 2023, el presupuesto del principal organismo de financiación -la Agencia Nacional de Promoción de la Investigación, el Desarrollo Tecnológico y la Innovación- obtuvo la modestisima actualización del 10,4%. Entretanto, la Secretaría de Innovación, Ciencia y Tecnología fue peor (-7,5%). Por consiguiente, el dato más significativo es que en términos prácticos los investigadores o tecnólogos no cuentan con recursos básicos para desarrollar su trabajo.
Al acuciante panorama general se sumó otra desafortunada declaración de un funcionario nacional quien anticipó el vuelco de la inversión a determinadas tecnologías y líneas de investigación y el correlativo desfinanciamiento de las disciplinas sociales y humanísticas. El anuncio suscitó poca sorpresa entre los que cultivamos estos saberes en organismos científicos y universidades nacionales en tanto hace rato que las humanidades y las ciencias sociales vienen siendo centro de ataques y descalificaciones. En los años ‘90 fue el entonces ministro de Economía, Domingo Cavallo, quien mandó a “lavar los platos” a la prestigiosa socióloga ya fallecida Susana Torrado, aunque después el factótum de la convertibilidad tuvo que desdecirse. Años después sería la máxima autoridad del sector de Ciencia y Técnica, el Dr. Lino Barañao, quien puso en duda la importancia de la historia medieval arremetiendo con el argumento de “ciencia útil” que carcome hace décadas la participación de tales disciplinas en los presupuestos oficiales.
Esa larga cadena de agravios revela con crudeza una visión utilitarista del conocimiento científico que confronta con las convicciones e iniciativas promovidas por los padres fundadores de la Argentina republicana que, paradójicamente, suelen ser invocadas más de una vez por el discurso presidencial. En esa saga no sólo figura el gran Sarmiento y su exitoso programa de alfabetización que hizo de la escuela pública la semilla de la productividad y de la democracia, y estimuló la creación de observatorios astronómicos, museos, zoológicos y bibliotecas populares como resorte del progreso. También se destacan las políticas públicas impulsadas por el presidente Julio A. Roca, el promotor de la educación primaria, laica, gratuita y gradual como cemento de la expansión alfabetizadora y la nacionalización de hijos e hijas de inmigrantes. De modo semejante, la galería de personajes que hicieron del sintagma ciencia y patria un nervio angular del crecimiento económico, social y cultural de la Argentina del Centenario, incluye al riojano Joaquín V. González, el firme cultor del paisaje y la historia como sustrato de la cultura nacional, y presidente de la Universidad Nacional de La Plata, ideada como pivote articulador de colegios secundarios. Más cerca de nosotros, en esa tradición se inscribe el acta fundacional de la Universidad Nacional de Cuyo (1939), la cual combinaba la necesaria formación técnica-profesional con las artes y los saberes humanísticos orientadas todas a la generación de riqueza y la promoción de valores humanitarios y universales en respuesta a la crisis que azotaba a las democracias occidentales, y había calado hondo en la vida pública cuyana y nacional.
Entre aquel pasado y el presente que vivimos aflora más de un interrogante. Pero lo cierto es que aun teniendo en cuenta el papel del poder político o del Estado en la orientación del desarrollo científico, la misma no debería olvidar el adecuado equilibro que debe prevalecer entre los diferentes campos de conocimiento, es decir, la relación virtuosa entre “ciencia básica” y “ciencia aplicada” en tanto la “utilidad” no deriva sólo de “beneficios inmediatos o directos a la sociedad”. Sin esos recaudos, y como ha señalado Mario Albornoz, el desarrollo científico y tecnológico corre el riesgo de perder autonomía, eficiencia e innovación quedando postergada a la mera “venta” de proyectos o “servicios” con o sin interés social. Un riesgo del que, naturalmente, no quedan al margen las llamadas ciencias útiles.
En torno a ello, es bueno evocar aquí una reflexión de Jorge Luis Borges sobre la idea de “utilidad” surgida a raíz de la pregunta de para qué sirve la poesía. En aquella oportunidad el increíble, admirado y siempre vigente escritor argentino adujo: “Dos personas me han hecho la misma pregunta: ¿para qué sirve la poesía? Y yo les he dicho: bueno, ¿para qué sirve la muerte? ¿para qué sirve el sabor del café? ¿para qué sirve el universo? ¿para qué sirvo yo? ¿para qué servimos? Qué cosa más rara que se pregunte eso, ¿no?” (Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Sobre el amor “En diálogo”, I, 16).
* La autora es historiadora del INCIHUSA-CONICET y de la UNCuyo.