Estamos tan acostumbrados a la constante pérdida de valor de nuestra moneda nacional que otras devaluaciones pasan sin que las advirtamos.
El valor de la palabra, el valor de la verdad; de la educación, del trabajo, de la salud, de la seguridad, de la ética, de la moral; de tener un propósito en la vida, son otras pérdidas rutinarias que asumimos como si fueran normales.
Con respecto a la política, no se trata del desencanto, tan difundido en las jóvenes generaciones, ni la desconfianza común en los mayores o ancianos.
Tampoco en el descrédito de los partidos políticos, sus dirigencias y aún de las instituciones.
La real pérdida de valor de la política reside en la de su capacidad de ser el instrumento de debate, conciencia y síntesis de ideas, perspectivas, opiniones, para servir al ejercicio de la máxima autoridad de una sociedad.
Todos estos elementos están vinculados con la construcción de una identidad común, aquella que antes se llamaba nacionalidad y hoy se presenta como mera ciudadanía.
Otro signo de la deprivación de la política se expresa por su reducción a gobernabilidad, es decir la capacidad de la autoridad para satisfacer demandas sociales, con costos razonables que no representen riesgos de desestabilización o conflictos violentos.
El liderazgo político no puede reducirse a correr tras los problemas para improvisas soluciones parciales, sino en anticiparse, en visionar la sociedad donde aquellos no devengan en estructurales y sirvan al crecimiento colectivo.
Debemos sumar otro término de amplia difusión en la agenda mundial: la polarización, es decir la fractura de los componentes básicos de la solidaridad social y el enfrentamiento velado entre clases o sectores sociales, que recorren el rango de la hegemonía o prebenda a la exclusión.
Desde luego que en este inventario de valores perdidos de la política destacan la corrupción y el autoritarismo, con sus bastardos el clientelismo y la pérdida de la dignidad.
Un aspecto de esta devaluación que no puede ignorarse es el que se expresa en la tantas veces plagiada frase “una imagen vale más que mil palabras”.
Susan Sontag, filósofa y fotógrafa, en su libro Sobre la fotografía, precisa: «Que las fotografías sean a menudo elogiadas por su veracidad, su honradez, indica que la mayor parte de las fotografía, desde luego, no son veraces».
Hoy se ve a diario que basta una fotografía para construir apoyos personales, donde las grandes ausentes son la ideas.
La pérdida de capacidad de análisis político, comienza confundiendo popularidad por capacidad o inteligencia, como miden las encuestas.
La foto-política se impone a las obsoletas ideologías de la sociedad industrial, tanto como a los razonamientos sistémicos que amplíen el rango de comprensión de la globalización y su impacto determinante de gran parte de las políticas públicas parroquiales.
La tecnología ha contribuido en gran medida a este déficit, en tanto la “computación que aprende” lo hace a través de imágenes y no de ideas o conceptos; la inteligencia artificial reconoce “patrones” o moldes que encapsulan un sentido, la información desplaza el conocimiento e ignora la sabiduría.
La consecuencias de la complejidad de las tecnologías se manifiesta exponencialmente, en tanto nuestra sabiduría y conciencia no alcanza para compreder sus impactos y peligros.
* El autor es Licenciado en Ciencias Políticas y Sociales. Doctor en Historia. Director del Centro Latinoamericano de Globalización y Prospectiva. Nodo del Millennium Project.