Cuando apenas transcurren las primeras clases de la universidad, ya ha habido tiempo en muchas de ellas para ratificar las sospechas, las peores sospechas, que cobijaban en este ciclo lectivo que puede considerarse el primero en la “nueva normalidad” pospandémica, con cursados presenciales y con varias cohortes de alumnos surgidos del accidentado bienio 2020-2021.
Esas sospechas se traducen en que en muchos casos –en carreras en que la exigencia por comprender, dedicar horas de estudio y probar sus conocimientos en las evaluaciones que se les presentan– los jóvenes estudiantes fracasan masivamente en exámenes que en años anteriores eran realmente para iniciados.
Los propios docentes, según el mismísimo testimonio de estudiantes de esas carreras, fueron los que les transmitieron su lamento a los alumnos. Dicen, estos profesores universitarios, que no saben cómo van a remontar ese nivel, y temen que, de seguir con el nivel de complejidad creciente que exige la propia carrera, sería imposible –ante este panorama– pensar que esos jóvenes pudieran rendir satisfactoriamente los exámenes previstos para el final del primer año en las materias de esas carreras.
Hace poco, justamente, dos informes combinados de la entidad Argentinos por la Educación ponía en negro sobre blanco ese verdaderos desastre educativo. Según el primero de los estudios (“Trayectoria educativa”), sólo 16 de cada 100 alumnos en el país terminan la secundaria en tiempo y forma, es decir, en los años estipulados y con “niveles satisfactorios de aprendizaje en Lengua y Matemática”.
El segundo informe, que bucea en la conformación de esos “16″, dice que estos, mayormente, cuentan con ventajas que suenan obvias por un lado y vergonzantes para un país que tiene como emblema la educación pública. Y es que, de ellos, la mayoría provienen de escuelas privadas, tienen un nivel socioeconómico medio-alto y viven en familias cuyos padres (o, según el foco del informe, especialmente las madres) con nivel educativo superior.
Este panorama se ha acentuado en los últimos años, y cualquier gobierno (más, incluso, el gobierno de los veintipico ministerios) debería tomar como prioridad el intento de solución. Hace poco, de hecho, surgió algo que en cualquier país serio, en cualquier administración creíble, debió llegar como verdadera solución. Y es que a fines de abril, el Ministerio de Educación de la Nación dio a conocer su Plan Quinquenal, en el que se establecen los “Lineamientos Estratégicos Educativos para la República Argentina 2022-2027″. En esos objetivos, para los que trabajó el Consejo Federal de Educación, aparecen muchos que, al menos en el enunciado, podrían resultar inobjetables. Para citar los tres principales: “Asegurar el acceso, permanencia y egreso de los y las estudiantes al sistema educativo en todo el territorio nacional”; “fortalecer los procesos de enseñanza y aprendizaje para garantizar la calidad educativa de los y las estudiantes en todos los niveles y modalidades”; “proveer los recursos necesarios para mejorar las condiciones en que se suceden los procesos de enseñanza y aprendizaje”.
Sin embargo, en el fondo, se ve que hay mucha palabrería. Eso es lo que considera, por ejemplo, la Mesa Nacional por la Calidad Educativa (MeNaCe), una organización recientemente formada por docentes de todo el país, que en sus objetivos declara que busca “elevar la calidad educativa y eliminar la promoción automática”.
Para la MeNaCe, este plan “pretende resolver en el corto plazo el impacto de dicho emergente, sin sincerar el deterioro creciente y sostenido de nuestra calidad educativa, ya precedente a la pandemia”. En opinión de este grupo de docentes (liderados por la santafesina Liana Pividori) “el único lineamiento claro es la fuerte intención de mantener los alumnos dentro de la escuela, pero no se ofrecen pistas de cómo se piensa enfrentar el desmoronamiento de nuestra calidad educativa. Insisten, casi como un rezo, con las palabras inclusión, equidad y calidad, en lo que entendemos como un bastardeo de las ideas que ellas expresan. Dichos lineamientos sólo apuntan a la inclusión como un mecanismo para que las tasas de escolaridad aumenten, a la equidad como el otorgamiento masivo de acreditaciones y titulaciones de egreso, y a la calidad como el podio de un éxito anunciado”.
El menú que aparece, entonces, es francamente desalentador. Por un lado, en un país en que las cifras de pobreza infantil no hacen más que crecer en niveles que en cualquier lado del mundo serían de escándalo, los chicos están cada vez más relegados en cuanto a posibilidades para conseguir una formación que, tal vez, les dé más herramientas para enfrentar la adultez y la actividad económica que permita su sustento. Por otro lado, aun para los que consiguen terminar, se ve que la formación se debilita al punto de no estar a la altura de lo que era hasta hace pocos años y ni los que llegan a la universidad lo hacen con el nivel esperado. Por último, coincidiendo con el diagnóstico de los docentes de MeNaCe, aparecen pocas perspectivas de que esto mejore, al menos desde las políticas educativas.
Hoy, 8 de mayo, es el día internacional del burro. La celebración hace referencia al noble animal, pero en la Argentina ese equino es símbolo de la tozudez, la torpeza, la ignorancia y la falta de educación. Parece, a veces, que nuestros gobiernos (especialmente el de los veintipico ministerios) trabajase para celebrar este día. Pero sólo según la segunda acepción.