Fueron días triunfales para el gobierno. La aprobación en el Senado de la Ley Bases, aunque lavada, planchada y recortada, fue una victoria oficialista. La oposición funcional al gobierno le dio una gran mano a Javier Milei, no sólo por aprobarle esa legislación, sino por haberla recortado y moderado. De haber salido del Congreso tal como fue enviada la primera vez, la posibilidad de salto al vacío del país habría superado ampliamente a la posibilidad de que sirva para el despegue económico y la mejoría de la situación social.
Así, recortada y tamizada, las chances de que potencie la economía son mayores. Lo difícil es que sea útil también para la reactivación de la pequeña y mediana empresa y para mejorar la vida de toda la sociedad. Por cierto, no lo hubiera sido en su versión original.
Casi que está fuera de discusión que la economía debe encaminarse hacia más mercado y menos regulaciones, así como también hacia la modernización, reducción y reparación del Estado amorfo y estropeado por décadas de estatismo feudal. Lo discutible es que el camino más lógico sea el que trazó Milei. Demasiado dogmatismo y muy poco pragmatismo prometen más fervor ideológico que efectividad. Al menos si de recuperar toda la economía y del bienestar de toda la sociedad se trata.
Sabemos que la fórmula estatista de las últimas décadas favorece a la burocracia, la corporación política, la corrupción pública y privada, y la feudalización de la pobreza, y desfavorece al genuino crecimiento económico, el desarrollo productivo y el bienestar general. Lo que no sabemos es lo que provocarían los ideologismos de Milei en estado puro. Pero mejor no averiguarlo.
Al talibanismo ultraconservador le encantó ver al presidente diciendo, con los ojos desorbitados, “amo ser el topo que se infiltró en el Estado para destruirlo desde adentro”. Sonaba distópico un jefe de Estado confesándose “estaticida”. Fue como escuchar a un Papa proclamarse el anticristo que se sentó en el trono de Pedro para destruir su iglesia.
Pontificar la “destrucción” irradia violencia. También gritar “me van a sacar muerto de la Casa Rosada” y hablar de “terrorismo” y de “golpe de Estado” en referencia a una protesta donde sólo un puñado de ultra-violentos fue tan funcional al gobierno que justifica la sensación de jugada armada por los servicios de inteligencia, siempre listos para vender operaciones y expertos en cualquier cosa menos en proteger el país y las instituciones.
La violencia verbal ejercida desde el poder se vuelve violencia material. El poder lleva décadas irradiando violencia. Antes, a través de usinas de propaganda y de propaladores del aborrecimiento a las voces críticas. Ahora, a través de las palabras y las escenificaciones del presidente, que incluyen presentar un libro con un show exacerbado que parece inspirado en las escenas entre sicodélicas y nazis de la genial obra de Pink Floyd: The Wall. Un presidente que insulta a otros presidentes y festeja el avance de las ultraderechas europeas que amenazan a la democracia liberal, además de atacar a sus críticos y opositores con la grosería de alta vulgaridad con que Maradona agredió a un periodista en el 2009.
Algo está mal en un gobierno si nadie le dice al presidente algo tan obvio como que no está allí para liberar sus furias y fobias, sino para irradiar lo que debe irradiar un mandatario: serenidad y respeto.
¿Por qué sorprendería en un país donde se naturalizó la violencia verbal y los gestos crueles, que aparezcan jóvenes que disparan rifles de aire comprimido contra homeless? Quizá no sea esa la causa, pero está claro que no son los goles de Messi ni las obras de Marta Minujín ni las derivas retóricas del Papa lo que provoca tanta violencia irracional.
Una modalidad extraña de violencia de los últimos años en Argentina es la vandalización de las escuelas. ¿Cómo explicar que adolescentes ejecuten ataques de los que no pueden obtener nada? Posiblemente porque descargan en esos edificios indefensos la frustración causada por la desconexión del sistema educativo con la economía real y la movilidad social.
Con un futuro tan incierto se puede entender (no justificar) esa violencia contra las escuelas, convertidas en blanco de una desesperante incertidumbre. Pero está claro que no son ellas las culpables y que destruirlas no resuelve nada. Lo necesario es potenciar la educación y ensamblarla con un proyecto económico, no destruir los edificios donde languidece el servicio educativo.
La “chantocracia” y sus gangrenas de corrupción, deformación, burocratización y apropiación política del Estado, no implica que deba ser “destruido desde adentro”, sino reformado y saneado para ser útil a la sociedad y su economía. Pero el “topo” que Milei lleva adentro convierte al Estado en la escuela desvalida sobre la que muchos jóvenes descargan una furia inútil.
* El autor es politólogo y periodista.